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29 nov 2017

Argentina histórico: Condenas por los "vuelos de la muerte"

Los vuelos también tienen condenas: 29 perpetuas, otras 19 condenas y 6 absoluciones en el tercer juicio por los crímenes de la ESMA.
Lesa humanidad: se conoció en el juicio oral por crímenes en la ESMA.
Vía Página 12.
Aquí el video y líneas abajo la historia de los "Vuelos de la muerte":

Navegación nocturna.
Por Diego Martinez
Los tripulantes del Skyvan de Prefectura, Enrique José De Saint Georges, Mario Daniel Arru y Alejandro Domingo D’Agostino, fueron identificados en el vuelo que arrojó al mar a Azucena Villaflor y a la monja francesa Léonie Duquet.
El 14 de diciembre 1977, entre las siete y las ocho de la tarde, un secuestrado de la ESMA fotografió a Alice Domon y Léonie Duquet con un cartel de Montoneros de fondo y un ejemplar de La Nación en primer plano. La imagen de las monjas francesas, ideada por el capitán Jorge Acosta para desviar las miradas que se posaban sobre la Armada, es la última prueba de vida del grupo de Madres de Plaza de Mayo y familiares de desaparecidos secuestrados en la iglesia de la Santa Cruz. A las 21.30 de aquel miércoles, día habitual de “traslados” en la ESMA, el Skyvan PA-51 de Prefectura Naval Argentina despegó desde el aeroparque Jorge Newbery. Según la planilla del vuelo, no transportó pasajeros, voló tres horas y diez minutos, y, sin escalas, regresó al punto de partida. Seis días después aparecieron en playas de San Bernardo y Santa Teresita los restos de Duquet, que en 2005 identificó el Equipo Argentino de Antropología Forense. El uso de los Skyvan está denunciado desde 1983 y es el avión del que estuvo a punto de caer Adolfo Scilingo mientras arrojaba prisioneros al mar. A partir de documentos obtenidos por el fiscal federal Miguel Osorio y del trabajo de la Unidad Fiscal de coordinación y seguimiento de causas de lesa humanidad de la Procuración General de la Nación, que permitió por primera vez identificar un vuelo de la muerte concreto, el fiscal Eduardo Taiano pidió ayer la detención e indagatoria de los tripulantes del Skyvan: Enrique José De Saint Georges, Mario Daniel Arru y Alejandro Domingo D’Agostino. La decisión sobre sus futuros depende del juez federal Sergio Torres, que a más de tres lustros de la confesión de Scilingo todavía no indagó al abogado Gonzalo Torres de Tolosa, el superior que le acercaba a las personas drogadas para arrojar al vacío. Ayer al mediodía, a pedido de Página/12 y con el fin de evitar una nueva fuga en la causa ESMA, la fiscalía informó al juzgado de Torres que Arru debía volar a las nueve de la noche rumbo a Madrid como comandante de un Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas.

Ventiocho años no es nada
El primer testimonio sobre los Skyvan lo aportó en marzo de 1983 el inspector Rodolfo Peregrino Fernández, ex ayudante del general Harguindeguy. “Escuché al teniente de navío Norberto Ulises Pereiro afirmar que se utilizaban aviones de la Prefectura Nacional Naval para el transporte y lanzamiento en altamar de prisioneros políticos secuestrados –dijo–. Estos aviones, de fabricación irlandesa, de buena capacidad de carga, y con una rampa en la parte trasera, cuya marca no recuerdo, resultan apropiados para la misión encargada”, precisó. El marino le contó “que un prisionero había arrastrado en su caída al vacío al suboficial encargado de su eliminación”. El contraalmirante retirado Pereiro era piloto de los L-188 Electra, el otro avión que la Armada usó para desaparecer enemigos. Fue agregado naval en Washington durante el menemismo y es el actual vicepresidente de la Sociedad Militar Seguro de Vida.

La segunda denuncia, sobre la que el Poder Judicial tomó nota la semana pasada, está en la Conadep desde enero de 1984. Es una carta firmada por la “oficialidad joven y no corrupta de la Prefectura Naval” sobre camaradas que “actuaron en la represión antisubversiva dentro y fuera de la ESMA”, que recibió el ministro del Interior de Alfonsín, Antonio Tróccoli. La nota ratificó el dato sobre los Skyvan y señaló a un responsable directo: “Hilario Ramón Fariña. Prefecto general –aviador–- era quien se encargaba de tirar desde los aviones Skyvan al mar a la gente secuestrada y torturada en la ESMA”, precisa el escrito. Fariña tiene hoy 82 años, 35 impune. Entrevistado por Página/12, negó los vuelos y luego relativizó: “De todo lo que se dice habrá un cincuenta por ciento de verdad y otro cincuenta de fantasía”.

"La tripulación normal"
Scilingo confesó en 1990, en una carta al dictador Videla, su participación en dos vuelos, ambos desde Aeroparque. “El primero, con trece subversivos, a bordo de un Skyvan de la Prefectura”, apuntó. Cinco años después relató la historia. “El sistema para eliminar a los elementos subversivos era orgánico. Mover aviones no los mueve una banda, sino una fuerza armada”, explicó. En un pizarrón del casino de oficiales de la ESMA leyó los nombres de los verdugos. Vio cuando adormecieron a los secuestrados, cuando los cargaron al camión y luego al avión. Subió con su jefe, el “teniente Vaca”, a quien luego identificó como Torres de Tolosa. “Estábamos tan convencidos que nadie cuestionaba, no había opción. La mayoría hizo un vuelo, era para rotar gente, una especie de comunión”, aclaró, y categorizó victimarios: oficiales superiores, suboficiales, médicos que daban la última inyección en vuelo e “invitados especiales” que daban “apoyo moral”.

"Al salir de Aeroparque se daba un plan de vuelo: la base aeronaval de Punta Indio. Al llegar a Punta Indio se enfilaba mar afuera”, relató. “Se los desvestía desmayados y, cuando el comandante daba la orden en función de dónde estaba el avión, se abría la portezuela y se los arrojaba desnudos, uno por uno”, dijo. “En el Skyvan, por la portezuela de atrás, que se abre de arriba hacia abajo. Es un gran portón pero sin posiciones intermedias. Está cerrada o está abierta, por lo cual se mantiene en posición de abierta. El suboficial pisaba la puerta, una especie de puerta basculante, para que quedaran 40 centímetros de hueco hacia el vacío. Después empezamos a bajar a los subversivos por ahí. Yo, que estaba bastante nervioso, casi me caigo y me voy por el vacío”, contó.

–¿Qué personal naval iba en cada vuelo?
–En la cabina iba la tripulación normal del avión.
–¿Y con los prisioneros?
–Dos oficiales, un suboficial, un cabo y el médico. En mi primer vuelo, el cabo de Prefectura desconocía totalmente cuál era la misión. Cuando se da cuenta entra en una crisis de nervios. Se puso a llorar. No entendía nada, se le trabucaban las palabras. Eso me puso nervioso. Le empecé a explicar y le dije que hable con los pilotos. Yo no sabía cómo tratar a un hombre de Prefectura en una situación tan crítica. Al final lo mandan a cabina. El Skyvan es una gran caja, con la cabina separada.

El Estado bobo
El juez Sergio Torres está a cargo de la causa ESMA desde 2003, cuando la confesión de Scilingo se conocía en todo el mundo. La investigación sobre los vuelos, sin embargo, nunca se activó. En 2005, el juez Julián Ercolini declinó su competencia para investigar la confesión del capitán Emir Sisul Hess, quien relató que los secuestrados caían “como hormiguitas”, y se la envió a Torres, que recién acusó recibo cuatro años después, cuando Página/12 publicó la historia. Su procesamiento fue confirmado, pero el juez no avanzó contra sus superiores. En el caso del teniente Julio Poch, el impulso de la investigación no fue de jueces argentinos, sino del Reino de los Países Bajos. Sus superiores siguen impunes, igual que el suboficial Rubén Ricardo Ormello, autor de la tercera confesión judicializada, que Página/12 informó en 2009. Torres tampoco indagó a los aviadores y técnicos aeronáuticos condecorados por Massera por su actuación en “operaciones de combate” (sic) como miembros del Grupo de Tareas 3.3, capitanes Hugo Roberto Ortiz, Guido Paolini y Rodolfo Alberto Bogado. Hasta el imputado Carlos Capdevila renegó por la indiferencia de Su Señoría ante los datos precisos sobre represores que aportó el médico de la ESMA. “Mi colaboración no ha sido tenida en cuenta”, lamentó.

El disparador de la investigación sobre los Skyvan fue un informe de la periodista Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, quien filmó en Estados Unidos uno de los cinco aviones que Prefectura usó durante la dictadura. Lewin volvió al país con una copia del “Historial técnico de vuelos”, que acompaña al aparato hasta el fin de sus días e incluye información valiosa, como apellido del comandante, fecha, procedencia, destino y duración de cada vuelo. A fines de 2009 los datos ya estaban en el juzgado de Torres, abocado desde hace quince meses a conseguir una copia certificada de los documentos. No menos frustrante fue la respuesta del entonces ministro de Seguridad, Justicia y Derechos Humanos, Julio César Alak, al pedido de Página/12 de tomar vista de los legajos de los pilotos: lo rechazó sin explicitar motivos, contrariando la política oficial de promover las investigaciones sobre el terrorismo de Estado. 


Tras la emisión del informe en Canal 13, el fiscal federal Miguel Osorio, que investiga traslados de secuestrados en el marco de la causa Plan Cóndor, le tomó testimonio a la periodista, analizó las irregularidades que surgían de los registros y solicitó a Prefectura la documentación sobre los Skyvan. A diferencia de la Armada, reticente a entregar las planillas de los Electra pese a las intimaciones de Osorio, Prefectura aportó 2758 planillas de vuelos registrados entre 1976 y 1978, que además de la información del libro del avión incluyen datos imprescindibles, como horarios, tripulación y finalidad.

Del estudio y la búsqueda de un correlato documental de los vuelos de la muerte se ocupó la Unidad Fiscal de coordinación de causas de lesa humanidad de la Procuración. Los registros se volcaron en un cuadro para visualizar regularidades y excepciones. En base al relato de Scilingo y a la velocidad de los Skyvan, se seleccionaron vuelos de más de dos horas y media. Descartados aquellos con destinos que la justifiquen, surgió que el despegue y aterrizaje de los restantes siempre tuvo lugar entre Aeroparque y la base aeronaval de Punta Indio. El dato es sugestivo: los dos vuelos que confesó Scilingo partieron de Aeroparque. En su libro Por siempre nunca más, agregó que “todos los ‘traslados’ tenían como plan de vuelo Punta Indio pero sin aterrizar”. La duración es aún más llamativa: los 40 o 50 minutos que tardaba un Skyvan para unir ambos puntos se extienden según los registros hasta cuatro horas y media, al límite de la autonomía del avión. Por último se considera la nocturnidad y la finalidad apuntada.

Los vuelos
que sortean todos los filtros y en los que se menciona a Aeroparque como punto de partida y llegada son once en tres años. En ninguno se registraron pasajeros. Diez tienen por finalidad la “instrucción”. Sólo uno, el del 14 de diciembre de 1977, tiene un objetivo diferente: “navegación nocturna”. Según la planilla de vuelo, el PA-51 voló tres horas y diez minutos, sin pasajeros, al mando de De Saint Georges, Arru y D’Agostino. Los primeros se fueron de Prefectura al año siguiente y vuelan tres veces por mes a Madrid como comandantes de vuelos de Aerolíneas Argentinas. D’Agostino, retirado en servicio, es jefe de la división Veteranos de Guerra de Prefectura. Diecisiete días después del vuelo con el grupo de la Santa Cruz un superior elogió el “dominio de sus reacciones emotivas” y aseguró que “aun en situaciones críticas se mantiene sereno”.

25 jun 2017

Argentina: "Salir de la sombra de ese "señor represor""

Hoy se llama Mariana D, pero hasta hace un año su apellido era Etchecolatz. Después de un largo trámite judicial pudo desligarse del apellido de uno de los represores más emblemáticos de la última dictadura: el comisario Miguel Etchecolatz. Su padre. 

Mariana concedió una entrevista a la Revista Anfibia, y contó su historia, que tuvo su más reciente capítulo el miércoles pasado, cuando marchó contra el fallo de la Corte Suprema, que le permitiría pedir el 2x1, entre otros, al comisario que fue la mano derecha de Ramón Camps en la represión a cargo de la policía de la provincia de Buenos Aires.

En sus recuerdos de infancia, en los años del terrorismo de Estado, el comisario era una presencia casi inexistente en su hogar. Se la pasaba fuera de casa toda la semana, y las escasas horas que estaba allí sólo miraba televisión, de muy mal humor, maltratando a la familia.

"Las personas que nos rodeaban decían ‘qué capo es tu viejo’. No había quienes nos dijeran ‘mirá este hijo de puta lo que hizo’. Una vez que escuché un testimonio en un juicio ya no me hizo falta nada más. Hasta hoy me da aberración”, contó Mariana sobre el momento en que supo acerca de la implicación de su padre en la represión.

"Todos nos liberamos de Etchecolatz después de que cayó preso por primera vez, allá por 1984. Vivíamos en Brasil porque era jefe de seguridad de los Bunge y Born, y regresó pensando que era un trámite, como si la Justicia no le llegara a los talones. Al principio lo visitábamos, pero después mi madre, María Cristina, pudo decirle en la cara que íbamos a dejar de verlo. Ella siempre nos protegió de ese monstruo, si no hubiera sido por su amor, no podríamos haber hecho una vida”, agregó la mujer de 46 años, que es psicóloga. “Su sola presencia infundía terror. Al monstruo lo conocimos desde chicos, no es que fue un papá dulce y luego se convirtió. Vivimos muchos años conociendo el horror. Y ya en la adolescencia duplicado, el de adentro y el de afuera. Por eso es que nosotros también fuimos víctimas. Ser la hija de este genocida me puso muchas trabas”.

Su infancia la pasó en La Plata, en los momentos más duros de la represión. Bajo la excusa de la seguridad, debió cambiar de colegio una vez al año, y confraternizó con los hijos de otros represores, como Camps y el médico Jorge Bergés. “Los hijos de Bergés o de Camps al menos recibieron algo de amor, nosotros, nada”. No recuerda un gesto cariñoso, en un hogar en el que imperaba el miedo.

La angustia se extendió por años.”Lo terrible es que con mis hermanos nos refugiamos en el anonimato por la sombra de ese hijo de puta. Ellos no lo soportaron y se fueron de la ciudad, yo decidí quedarme. Vivir así es duro, humillante. A mí me bochaban los exámenes por el apellido y volvía a casa con un ataque de angustia”. También le retiraban el saludo por portación de apellido.

El fin de la relación llegó en 1985, cuando comenzaron los problemas judiciales para el comisario y cayó preso. Recién fue condenado en 2006, en una causa que dejó una rémora del terrorismo de Estado: la desaparición de Jorge Julio López, testigo clave, la víspera de la lectura de la sentencia a perpetua. “Me temo que aún sigue sosteniendo poder desde la cárcel, no es un ningún viejito enfermo, lo simula todo”, aseguró al respecto.

Sobre el cambio de apellido que le autorizó la Justicia consideró que “siento calma, perdí el miedo y adquirí la madurez necesaria. Lo de la marcha fue conmovedor. Hay que tener la memoria despierta. Me siento acompañada porque somos millones”.

La hija de Miguel Etchecolatz camina por Avenida de Mayo y Perú buscando a sus dos amigas. No agita el pañuelo blanco ni salta con los cánticos. Podría ser cualquier mujer de las miles que asisten a la marcha contra el 2×1. Salvo sus amigas, ninguna de las 500 mil personas que se amontonan en la Plaza de Mayo y alrededores y gritan “como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar” saben que esa mujer anónima es hija de uno de los hombres más conocidos de la represión. Se llama Mariana D. Hace un año se cambió el apellido.

Mariana lloró cuando se conoció el fallo de la Corte que otorgó el 2×1 al represor Luis Muiña. Horas después del fallo de la Corte, Etchecolatz, condenado seis veces por delitos de lesa humanidad, pidió el beneficio del 2×1. Como los que marcharon el 10 de mayo, como millones de argentinos, quiere que los genocidas condenados mueran en la cárcel. Que su padre, el excomisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, muera en la cárcel. Mariana D. fue por primera vez a una marcha por los derechos humanos. Nunca se animó a ir a Plaza de Mayo los 24 de marzo. Por miedo a ser rechazada. Por miedo a no poder soportar el dolor en vivo y en directo. Pero ahora está allí por primera vez para decir que ella, también, desea verlos morir en la cárcel.

Echecolatz era una presencia fantasmagórica en su casa de Avellaneda. Mariana y sus hermanos varones J .M. y F. M. solo lo veían los fines de semana. De lunes a viernes, el padre conducía el aparato represivo de la ciudad de La Plata y alrededores. Daba órdenes para secuestrar personas, torturarlas, asesinarlas. Los sábados y domingos Etchecolatz casi no hablaba. Se la pasaba echado en una cama mirando televisión. Cada tanto emitía un silbido: había que llevarle rápido un vaso de agua mineral fresca con gas. Si algo no le gustaba, Etchecolatz les pegaba unos bifes con la palma abierta a sus hijos.

Mariana supo de grande que su madre intentó varias veces escaparse con ella y sus dos hermanos. Lo planeó varias veces. Etchecolatz se dio cuenta y la amenazó: “Si te vas te pego un tiro a vos y a los chicos.

A las siete de la tarde del 10 de mayo, a unas cuadras de la Plaza de Mayo, Mariana D.,  rubia, de estatura media, se mueve con la misma soltura con la que da clases en una universidad privada. Viste zapatillas y campera negra. Y cada vez que pide permiso para avanzar entre la multitud, sonríe. Alguien grita “un médico, por favor, un médico”. Los cuerpos se aprietan unos con otros. Es imposible llegar a la Plaza. Mariana se marea por la oleada de gente, se toma de los brazos de sus amigas, hasta que logra sacarse las zapatillas y treparse a la baranda de una parada de subte. Desde ahí, mira: las banderas de CTERA por la defensa de la educación pública, las del Partido Obrero, la de La Cámpora, los carteles con las caras de los desaparecidos.
 

Debiendo verme confrontada en mi historia casi constantemente y no por propia elección al linde y al deslinde que  diferentes personas, con ideas contrarias o no a su accionar horroroso y siniestro pudieran hacer sobre mi persona, como si fuese yo un apéndice de mi padre, y no un sujeto único, autónomo e irrepetible, descentrándome de mi verdadera posición, que es palmariamente contraria a la de ese progenitor y sus acciones (…) Permanentemente cuestionada y habiendo sufrido innumerables dificultades a causa de acarrear el apellido que solicito sea suprimido, resulta su historia repugnante a la suscripta, sinónimo de horror, vergüenza y dolor. No hay ni ha habido nada que nos una, y he decidido con esta solicitud ponerle punto final al gran peso que para mí significa arrastrar un apellido teñido de sangre y horror, ajeno a la constitución de mi persona. Pero además de lo expuesto, mi ideología y mis conductas fueron y son absoluta y decididamente opuestas a las suyas, no existiendo el más mínimo grado de coincidencia con el susodicho. Porque nada emparenta mi ser a este genocida”.

Argumentos personales en la solicitud del cambio de apellido de Mariana Etchecolatz a Mariana D, mujer nacida el 12 de agosto de 1970 en Avellaneda. Texto presentado en noviembre de 2014 en un juzgado de Familia de Capital Federal. 

-¿Cuánto escuchaste por primera vez lo que había hecho tu padre? 

De joven. Fue muy difícil, porque vivíamos en una burbuja, sometidos y desinformados. Aparentábamos lo que no éramos. Las personas que nos rodeaban decían “qué capo es tu viejo”. No había quienes nos dijeran “mirá este hijo de puta lo que hizo”. Una vez que escuché un testimonio en un juicio ya no me hizo falta nada más. Hasta hoy me da aberración.

Mariana es psicoanalista y en el consultorio a veces escucha a pacientes con problemas de sueño. Es ella, esta vez, la que no puede dormir después de la marcha. En su departamento, donde vive con su pareja Nicolás y tres perros que encontró en la calle, hace zapping y pone una película del Rey Lear. Dice que por el cambio de apellido siente una “reparación”, pero que sigue preocupada por “este gobierno de derecha que avanza contra los derechos del pueblo”.

El día que el correo le envió el nuevo documento y abrió el sobre, se desesperó. Seguía teniendo el apellido Etchecolatz. “Fue un error administrativo, así que lo tuve que hacer de vuelta. Mirá lo que me costó borrarme ese estigma”.  

 -¿Qué sentís con tu nueva identidad? 

Siento calma, perdí el miedo y adquirí la madurez necesaria. Lo de la marcha fue conmovedor. Hay que tener la memoria despierta. Me siento acompañada porque somos millones. 

-¿Y cómo lo viven tus otros hermanos y tu mamá? 

Todos nos liberamos de Etchecolatz después de que cayó preso por primera vez, allá por 1984. Vivíamos en Brasil porque era jefe de seguridad de los Bunge y Born, y regresó pensando que era un trámite, como si la Justicia no le llegara a los talones. Al principio lo visitábamos, pero después mi madre, María Cristina, pudo decirle en la cara que íbamos a dejar de verlo. Ella siempre nos protegió de ese monstruo, si no hubiera sido por su amor, no podríamos haber hecho una vida. Y mis hermanos J.M. y F.M. se fueron a vivir lejos de Buenos Aires, cada uno hizo su familia, ahora somos muy unidos. Mi mamá se casó con un hombre que ama, y está en el exterior. Nadie llegó a lo que yo llegué, pero me apoyan.  

 -¿Para vos tu padre era un monstruo? ¿Lo viviste así? 

Su sola presencia infundía terror. Al monstruo lo conocimos desde chicos, no es que fue un papá dulce y luego se convirtió. Vivimos muchos años conociendo el horror. Y ya en la adolescencia duplicado, el de adentro y el de afuera. Por eso es que nosotros también fuimos víctimas. Ser la hija de este genocida me puso muchas trabas. 

-¿Cómo cuáles? 

Portar un apellido así es como que te obliga a sostener lo que hizo, y eso no se lo permito más. Aparte, nunca existió un vínculo real con él. Me produjo inconmensurables angustias, huellas de traumas infantiles, a eso se le suma lo que todos nos fuimos enterando sobre su rol criminal en el terrorismo de Estado. Fue la encarnación del mal en todos los ámbitos.   

-¿Nunca fue afectuoso con ustedes? 

No. Etchecolatz hizo todo lo que un padre no hace. Era un ser invisible, que usaba la violencia y no se le podía decir nada. Aparentaba tener una familia, pero nos tenía asco y era encantador con los de afuera. Vivíamos arrastrados por él, mudanzas todo el tiempo, sin lazos, sin amigos, sin pertenencias. Una realidad cercenada. Nos cagó la vida. Pero nos pudimos reconstruir.

Hay algo que Mariana no se explicará jamás: cómo un hombre criado en el campo, en la pampa húmeda bonaerense, de familia honesta y humilde, llegó a convertirse, con una instrucción básica y rudimentaria, en uno de los ejecutores más fríos y eficientes de la maquinaria del terror. A los 13 años entró a la Escuela Vucetich y, tiempo después, se ganó la confianza de Ramón Camps, jefe de Policía de la provincia de Buenos Aires.  La charla transcurre en el living de su casa. A pocos metros, en una biblioteca hay libros de Zygmunt Bauman, Julio Cortázar, Noam Chomsky, Juan José Hernández Arregui y Edgar Allan Poe. 

A Mariana le interesa destacar la figura de su madre, a la que considera una víctima de violencia de género. Etchecolatz le llevaba veinte años. Se conocieron cuando ella fue a hacer una denuncia a la comisaría de Avellaneda. “Se enamoró de una imagen. Luego él la empezó a golpear, ascendió rápidamente en la policía y mi mamá hizo lo que pudo. Se resistió pero era como luchar sola contra toda una fuerza policial. Y cuando cortamos relación con él, empezamos de cero, mi mamá nunca había trabajado y vivimos con lo justo, pero con un alivio descomunal”, dice. Y llora.

La primera infancia fue feliz. Mariana D. vivió en la casa de los abuelos maternos, en Avellaneda. Les decían “El Perón y la Perona”, por su simpatía con el movimiento peronista. La abuela hacía asados en el patio. Su madre era hija única y disfrutaban de la visita de amigos músicos, se ponían a cantar tangos, a escuchar ópera. Unos tíos abuelos los alzaban y les compraban facturas. .

-Eran laburantes, del interior de Buenos Aires. Por su cargo de jefe, Etchecolatz ya vivía poco con nosotros. Mis abuelos no lo querían. Lo llamaban el “mal bicho”.

Mariana nunca reconocerá a Miguel Etchecolatz con la palabra padre o papá. Lo llamará siempre por el apellido.  

A los ocho años se fueron a vivir a La Plata. Y empezó el infierno. Jamás pudo completar más de un año en un mismo colegio. A ella y a sus hermanos los cambiaban “por seguridad”. No pudo hacer amigos. Se relacionaban con los hijos de otros represores conocidos, como el ex médico Jorge Antonio Bergés y el mismo Camps, que fue padrino de F.M., el hijo más chico de Etchecolatz.

El bautismo de F.M. lo hicieron en la residencia oficial del máximo jefe de la fuerza, una mansión en La Plata. La familia Etchecolatz viajó en cinco autos “por seguridad”. Había custodia de refuerzo. Se desató tormenta fuerte. Miguel Etchecolatz estaba atento a un handy. Le llamaban “Dorotea Inés”, apodo que combinaba las letras de su cargo como director de la Dirección de Investigaciones. 

-Dorotea Inés, Dorotea Inés, hubo un accidente —gritó entonces un custodio. Un custodio suyo se había disparado un arma automática, tras pasar un badén. Etchecolatz bajó de su auto, constató la muerte de su subordinado y siguió como si nada hubiera ocurrido. El bautismo siguió con total normalidad.
-Nunca lo vi sufrir. Ni siquiera cuando una vez le pusieron una bomba en la jefatura de policía y le habían roto el oído. En el hospital seguía dando órdenes como un autómata. Los hijos de Bergés o de Camps al menos recibieron algo de amor, nosotros, nada —dice Mariana. 

-¿Nada lo conmovía? 

Lo religioso. Se persignaba dándoles besos a las estampitas. Él se consideraba por debajo de Dios pero por encima de los mortales. Con mi hermano J.M. decíamos que cuando rezaba se estaba comiendo los santos.

La segunda infancia fue la de vivir con custodios que hacían de niñeras cama adentro en un edificio blindado de tres pisos de calle 62 y 11, en La Plata. No podían dormir en paz. Ciertas madrugadas estallaban disparos y su madre les tapaba los oídos con mantas y colchones. De día los llevaban de paseo por la Escuela Vucetich y por el Tiro Federal. Etchecolatz pernoctaba en el destacamento policial.

-Lo veíamos en fiestas oficiales, en desfiles. Con nosotros infundió el mismo miedo y respeto que con sus subordinados.

Los sábados y domingos, cuando Etchecolatz se aparecía por el edificio de 62 y 11, Mariana y J.M. se escondían en un placard. Apenas escuchaban la voz metálica, los niños temblaban esperando un arranque de furia contra ellos o su madre. Nunca miró sus cuadernos de colegio, nunca jugó con ellos, nunca una caricia.  

Cuando dejaba el edificio, Mariana y sus hermanos se ponían a rezar. Para que nunca jamás volviera. “Que por favor se muera”, pensaba ella, entonces.

Una vez, recuerda Mariana, la llevó a ver una película. Fue una de las pocas salidas juntos. Mariana era la hija contestataria. “Mirá lo que me hacés hacerte”, le decía su padre cuando la castigaba. Movía la mandíbula y las manos, preparaba la escena con frases como “Mmm…vida” o “Marianita, Marianita”, como advirtiendo una futura paliza. Luego de golpear con la palma abierta, pedía perdón. Era flaco, alto, de espalda pequeña y tenía tanta fuerza que un día partió un jarrón al medio con las manos, sin arrojarlo al piso. Mariana tenía 15 años cuando Etchecolatz la invitó al cine. No hablaron nunca: ni antes, ni durante ni después de la película. Era “La Historia Oficial”. Mariana cerró los ojos cuando el personaje de Héctor Alterio le apretó a Chunchuña Villafañe los dedos contra una puerta. La escena la reconoció como familiar. Y no la olvidará jamás. “No tengo dudas que fue un goce silencioso. El del perverso, que es el que más duele”, dice ahora, con la precisión de una pericia psicológica.

Dice que empezó a salir a la calle con “Néstor y Cristina”. Que sintió los escraches de H.I.J.O.S. como si hubieran sido propios. Que nunca olvidará el velorio de Néstor Kirchner y el cierre de mandato de Cristina Fernández de Kirchner. “Fue hermoso sentir lo politizado que estábamos, ir de marcha en marcha, este pueblo no va a sucumbir ante los poderosos”. 

Cuando cumplió veinte años se alejó de su familia. Viajó a España, volvió, vivió sola. Trabajó de secretaria. Se puso a estudiar en la Facultad de Psicología, aunque no en la Universidad Nacional de Buenos Aires como hubiera querido. Su hermano F.M. abandonó la universidad. “Su examen está desaparecido”, le dijo un profesor.

-Lo terrible es que con mis hermanos nos refugiamos en el anonimato por la sombra de ese hijo de puta. Ellos no lo soportaron y se fueron de la ciudad, yo decidí quedarme. Vivir así es duro, humillante. A mí me bochaban los exámenes por el apellido y volvía a casa con un ataque de angustia.

A Mariana había gente que le retiraba el saludo por el sólo hecho de portar ese apellido. Cuando en una librería entrega la tarjeta de crédito para pagar, del otro lado del mostrador escuchaba: “Qué apellido, eh”. Ella se quedaba muda. No sabía, no podía, responder o hacer algún gesto.

La última vez que escuchó la voz de su padre fue en la cárcel de Magdalena, en 1985. Dijo: “Qué vergüenza estos zurdos, lo que me hicieron”. Y nada más. 

-¿Cómo te sentías cuando escuchabas su apellido en los medios? 

Me invadía el terror. Me angustié desesperadamente con lo de Julio López. Me temo que aún sigue sosteniendo poder desde la cárcel, no es un ningún viejito enfermo, lo simula todo. Todavía hay gente que piensa que fue alguien íntegro porque “nunca robó nada”. Como si eso lo exculpara de los crímenes aberrantes que cometió. 

-¿Y quién es verdaderamente Etchecolatz? 

Es un ser infame, no un loco, alguien que le importan más sus convicciones que los otros, alguien que se piensa sin fisuras, un narcisista malvado sin escrúpulos. Antes me hacía daño escuchar su nombre, pero ahora estoy entera, liberada. 

-¿Qué deseas de acá en adelante? 

Que no salga nunca más. Nunca me había animado a contar mi historia. Y lo único que quiero expresar ante la sociedad es el repudio a un padre genocida, repudio que estuvo siempre en mí. Mejor dicho: el repudio de una hija a un padre genocida.
Fuente Pagina 12: https://www.pagina12.com.ar/37358-salir-de-la-sombra-de-ese-hijo-de-puta

18 jun 2017

Argentina: Hijas de represores que rechazan los crímenes de sus padres convocan a colaborar con el proceso de Memoria, Verdad y Justicia

"No elegimos la negación ni la complicidad".

Erika Lederer, hija del segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo, y Analía Kalinec, cuyo padre es represor del Atlético, Banco y Olimpo, eligieron "enfrentar la verdad, por más dolorosa que sea".

Pienso en voz alta. Los hijos de genocidas que no avalamos jamás sus delitos, esos que gritamos en sus caras las palabras ‘asesino’ y ‘memoria, verdad y justicia’, por pocos que seamos, podríamos juntarnos para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”, publicó en su Facebook Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer, quien fue segundo jefe de la maternidad clandestina del Hospital Militar de Campo de Mayo. Analía Kalinec se contactó con ella a raíz de este mensaje. Y a partir de la difusión de su historia comenzaron a llegar muchos otros a la página de Facebook Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía. “Nos vemos hermanadas en un padre genocida que nos lastima y nos obliga a reconstruirnos. No elegimos la negación, ni el silencio, ni la complicidad. Elegimos levantar la cabeza y poder mirar a los ojos a nuestros hijos, a nuestras Madres y a nuestras Abuelas. Elegimos enfrentar la Verdad por más dolorosa que sea. Elegimos la Memoria, la Verdad y la Justicia”, escribió allí Analía. Su padre es Eduardo Emilio Kalinec, alias Doctor K, miembro de la Policía Federal y represor de los centros clandestinos de detención Atlético, Banco y El Olimpo.

La historia de Mariana, la hija del represor Miguel Etchecolatz que marchó contra el fallo del 2x1 que beneficia a los represores y que fue publicada por la revista Anfibia, movilizó a otros hijos de represores que repudian lo que hicieron sus padres. Erika, de 40 años y abogada especialista en mediación en contextos de encierro del Ministerio de Justicia, se ofreció como gestora de un espacio de encuentro de hijas e hijos de represores “casi como una necesidad”, por “sed de justicia”. Entrevistada por la agencia Télam, anticipó que no se cambiará el apellido: “Decidí hacerme cargo de la mierda que me tocó”, dijo. Y contó que en su familia la marcan como traidora por romper con el pacto de silencio. “Por pocos que seamos, podemos juntarnos para aportar datos que hagan a la construcción de la memoria colectiva”, afirmó.

“No lo perdono, no sé si lo odio. También me preguntaron si lo quería, pero no me hago esa pregunta… No tuve odio, tuve tristeza porque quise que cambiara”, dijo Erika. Su padre se suicidó en 2012, cuando se confirmó la identidad del nieto Pablo Javier Gaona Miranda (Lederer había firmado el acta de nacimiento falsa que facilitó la apropiación). Poco antes, Erika le había escrito un mensaje de texto: “Memoria, Verdad y Justicia”.

Lederer conocía al represor Héctor Salvador Girbone, condenado a 8 años por ser el entregador del nieto recuperado, y uno de los represores que fracasó en el intento de beneficiarse recientemente con el fallo de la Corte Suprema. Lederer y Girbone no solo compartieron destino en Campo de Mayo para la fecha de la apropiación, también entre 1976 y 1977 habían estado juntos en Salta. Su hija aportó más datos: Estuvo involucrado en los vuelos de la muerte y fue carapintada.

–¿Cuándo se dio cuenta a qué se dedicaba su padre en verdad?–preguntó Télam.

–Alrededor de tercer grado, tenía 8 años, recuerdo que apareció una nota en PáginaI12 en la que mi papá defendió a (al ex jefe de la Bonaerense Ramón) Camps, de quien era íntimo amigo e iba a visitar a la cárcel hasta que se murió. En ese momento empezaron a decirme que no hablara de esas cosas en el colegio y no entendía porqué. Esto me sembró una duda de las buenas y me dio mucha vergüenza. Recuerdo que al mismo tiempo dejé de creer en Papá Noel. Pero mi viejo, que tenía un sadismo especial, ya había trabajado como forense de la Policía Bonaerense. Recuerdo que comíamos con fotos de muertos sobre la mesa.

“Mi viejo era bipolar y muy violento. Vivíamos en un campo minado todo el tiempo”, recuerda Erika, quien describe  a su padre a partir de recuerdos, entre ellos, verlo apuntándole con un arma a la cabeza de su madre a quien le reprocha su “ignorancia dolosa”- o la requisa que le hizo en su propia habitación.

“De esa época recuerdo mis problemas para vincularme, el asma y el miedo a hablar. Algo no encajaba en mi pequeña lógica. Un par de años después, siendo todavía una estudiante primaria, escuché de boca de mi viejo –entre otros relatos– el de los vuelos de la muerte. (Nunca pude entender cómo se las arreglaba con el Juramento Hipocrático ya que la paradoja es insalvable: la mano que cura es la misma mano que puede torturar, dar a luz, decidir sobre la vida y también, criar, acompañar al colegio, abrazar y golpear. Un devenir incesante de disociaciones, ninguna gratuita)”, escribió Erika en Anfibia, en su convocatoria a otros que como ella puedan aportar información sobre criminales de lesa humanidad a través de sus vivencias familiares.

“También recuerdo el no poder hablar, los golpes, la vergüenza, los textos prohibidos, las películas vedadas y, principalmente, lo mal fundado de los argumentos por los cuales habría uno de creer su visión de la historia era la correcta. Creo que todo ello fue deslegitimando la figura paterna y me permitió interpelarlo e interpelarme. Para ese entonces, se escondían ejemplares de PáginaI12 en casa como parte de los temas de los que no se podía hablar, en especial con Mercedes. ¿Qué tenía de particular la familia de mi compañera de colegio? Puedo decir que agradezco infinitamente haber tenido luego una cantidad inmensa de Mercedes que me abrieron los ojos. Lo extraño es que ellos nunca supieron todo lo que sembraron en mí. La duda quiebra lo hegemónico. Que la verdad duele es cierto, pero es necesaria, para poder construirse como sujeto. Y eso vale también para los que debemos hacernos cargo de la mierda que nos toca. No se puede vivir eternamente disociado. A los hijos de los milicos -y más si tu viejo era comando y carapintada- nos formaban en ciertos valores más que en otros; es decir, se nos educaba para ser gallardos. El peor defecto que podíamos detentar era el de ser cobardes. Agradezco que haya sido así: había que tener valentía para mirar al verdugo a los ojos y, aun así, mantener la palabra. Memoria, Verdad y Justicia. Clarito y sin claudicar”.

Erika contó también que se acercó a las Abuelas de Plaza de Mayo porque creía que podía ser hija de desaparecidos, pero su ADN no fue compatible con ninguno del Banco Nacional de Datos Genéticos. “Esto implicaba hacerse cargo de que era la hija de este personaje. Desde esa certeza es que pude hablar y asumir el camino que me tocaba. Un camino no elegido, pero que sin embargo me es propio. Por esa razón, y siendo existencialista, no sentí necesidad de cambiar mi apellido, pero sí un compromiso genuino con la búsqueda de la verdad”.

La Página de Facebook Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía se desbordó ayer con mensajes de otros hijos e hijas de represores. Las administradoras son cuatro, todas mujeres. “Hay mucha necesidad de hablar y nos escriben muy aliviados de encontrar este espacio”, dijo Analía Kalinec a PáginaI12. “Es muy duro saber que mi papá empuñaba una picana con las mismas manos con las que me tocaba. Y que la misma voz que me sigue diciendo que me quiere es la misma que dio orden de muerte y de tortura. ¿Cómo puedo hacer para unir en la misma persona a mi papá y al Doctor K?”, se preguntó Analía en una carta que escribió hace tiempo sobre su historia y la de su padre.

Para Erika, el objetivo de su propuesta es “que se vaya sumando gente para generar relatos de estas historias que dejaron huella. Nos va a servir para reconstruir nuestros relatos, rellenar algunas lagunas y lograr historias habitables. Nos vamos juntando de a poco. Es muy loco no haber tenido conexión antes. No voy a perder un minuto en discusiones que ya no doy porque la queja no sirve de nada. La consigna es reunirnos para aportar datos, contar historias que a otros les sirvan. Reunirnos para sanar porque no hay noción de los daños que aún se siguen produciendo. También destaco que no nos ponemos en pie de igualdad con los hijos de desaparecidos. En todo caso estamos al servicio, pero no nos sentimos con voz”.

“Cuando leí el artículo de Anfibia sobre Mariana, la hija de Etchecolatz –narró Erika– se me vinieron a la mente –y al cuerpo, principalmente– mil recuerdos. Es difícil deshacerse de ellos; son como una música en sordina, para nada alegres por cierto. La disociación, la culpa, la angustia (porque uno puede comprender racionalmente que no tuvo nada que ver, pero carga la piedra de Sísifo de todos modos) encuentran a la palabra como cura, como instrumento para nombrar y generar presencia, quién sabe si una anécdota no viene a completar lagunas o dar un poco de luz a los relatos de familiares que aún hoy buscan respuestas. Cuando ellos piden olvido, nosotros tenemos el deber cívico y humano de dar presencia y memoria; la palabra nombra y mantiene vivo el relato. Por eso el relato de Mariana emociona, convoca y, en cierto modo, obliga. Nos interpela a contar; decir lo que sabemos, por poco insuficiente o mal articulado que sea. Coadyuvar a la construcción de la historia es un compromiso colectivo".

"Cuando leí el artículo de Mariana, la hija de Etchecolatz - narró Erika- se me vinieron a la mente -y al cuerpo, principalmente- mil recuerdos. Es difícil deshacerse de ellos; son como una música en sordina, para nada alegres por cierto. La disociación, la culpa, la angustia (porque uno puede comprender racionalmente que no tuvo nada que ver, pero carga la piedra de Sísifo de todos modos) encuentran a la palabra como cura, como instrumento para nombrar y generar presencia, quién sabe si una anécdota no viene a completar lagunas o dar un poco de luz a los relatos de familiares que aún hoy buscan respuestas. Cuando ellos
ellos piden olvido, nosotros tenemos el deber cívico y humano de dar presencia y memoria; la palabra nombra y mantiene vivo el relato. Por eso el relato de Mariana emociona, convoca y, en cierto modo, obliga. Nos interpela a contar; decir lo que sabemos, por poco insuficiente o mal articulado que sea. Coadyuvar a la construcción de la historia es un compromiso colectivo".


14 jun 2015

Argentina. El exjuez tucumano Manlio Martínez fue condenado a 16 años de prisión por delitos de lesa humanidad

La pata judicial de la última dictadura. Es el primer condenado por delitos de lesa humanidad que fue juez durante la última dictadura. Fue considerado culpable de encubrir el asesinato de cinco jóvenes y participar en el secuestro de una persona, asociación ilícita y abuso de autoridad, entre otros delitos.

El tucumano Manlio Torcuato Martínez se convirtió en el primer argentino en ser condenado por haber cometido crímenes de lesa humanidad en el ejercicio de sus funciones como juez federal durante la última dictadura cívico-militar. El Tribunal Oral Federal de Tucumán lo sentenció ayer a 16 años de prisión por los delitos de asociación ilícita, abuso de autoridad, incumplimiento de deberes de funcionario público, prevaricato, encubrimiento del asesinato de cinco militantes populares y privación ilegítima de la libertad de otra persona en mayo de 1976. Los familiares de las víctimas y querellantes en el juicio, así como quienes en ese debate representaron al Ministerio Público Fiscal, celebraron el veredicto y lo analizaron como “un paso adelante”, tanto para la Justicia local cuanto para la nacional. “Es una vergüenza menos para la sociedad tucumana”, entendió Agustín Chit, fiscal ad hoc.

Si bien las partes acusadoras exigieron penas más altas durante sus alegatos, evaluaron positivamente el fallo de los jueces Hugo Cataldi, José Asis y Mario Garzón, que resolvieron condenar a Martínez. El debate oral y público en el que se evaluó la responsabilidad del ex juez en los homicidios de María Alejandra Niklison, Fernando Saavedra, Eduardo González Paz, Juan Carlos Meneses y Atilio Brandsen, asesinados en lo que en Tucumán se conoce como la Matanza de la Calle Azcuénaga, y en la privación ilegítima de la libertad de Miguel Romano, duró poco más de tres meses y contó con el testimonio de alrededor de 60 personas.

Martínez es el primer ex magistrado que resulta condenado por haber cometido delitos de lesa humanidad en el marco de sus funciones. El ex juez Víctor Brusa fue condenado a 21 años de prisión hace algunos años. La diferencia es que cuando torturó a casi una decena de jóvenes, durante la última dictadura, era secretario, no magistrado. Los mendocinos Luis Miret, Otilio Romano, Guillermo Petra Recabarren y Rolando Carrizo aún están siendo juzgados por su rol durante el terrorismo de Estado. El resto de los casos que mantienen bajo la mirada de la Justicia a ex miembros del Poder Judicial por delitos de lesa humanidad permanecen, aún, en investigación o no llegaron a juicio. “Martínez fue el juez federal más importante de la provincia durante la dictadura, gozó de los privilegios que la magistratura le dio desde entonces, fue profesor universitario y caminó impune por las calles de la ciudad durante 40 años. Que se lo haya condenado es algo con lo que soñábamos y un procedente de peso para avanzar en causas similares en el resto del país. Detrás de él vienen Miret, Romano, los secretarios de Bahía Blanca y los funcionarios de Chaco y Santiago del Estero”, analizó Chit.

El TOF consideró que Martínez cometió abusó de la autoridad que tenía como juez, incumplió los deberes que esa función le dictaba y encubrió el asesinato de los cinco militantes populares que se hallaban en una vivienda de Azcuénaga al 1600, en la ciudad capital de la provincia, perpetrado por una patota el 20 de mayo de 1976. Según consta en registros y tal como él mismo reconoció en la primera audiencia del debate, el ex juez estuvo en el sitio de la matanza, pero no la investigó. El hecho ya cuenta con otros dos condenados: el entonces jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, y Roberto “Tuerto” Albornoz, el jefe del centro clandestino de detención tucumano conocido como Jefatura.

Pero la pena de 16 años de cárcel que recibió Martínez no sólo comprende esos hechos: también fue condenado por prevaricato, abuso de autoridad y la privación ilegítima de la libertad de Miguel Romano, el dueño de la casa en la que sucedió la matanza. Días después de los asesinatos, Romano se presentó en el juzgado de Martínez con la intención de desligarse de las víctimas, quienes le alquilaban la vivienda. Martínez lo detuvo y lo dejó a disposición de la policía provincial. Romano, por entonces paciente psiquiátrico, “paseó por diferentes centros clandestinos”, señaló Chit. Su esposa y su hija reclamaron ante Martínez, quien no movió un dedo, tal como testimoniaron ante los jueces.

Por último, el ex magistrado fue condenado por integrar una asociación ilícita en la que su rol era “ejercer la magistratura para permitir y asegurar el plan sistemático de tortura y exterminio”, remarcó el fiscal ad hoc, quien trabajó junto con Diego Velasco: “Formó parte de una organización criminal destinada a cometer delitos en el marco del terrorismo de Estado”, completó.

La hija de Niklison, que se llama igual que su mamá, integró una de las querellas junto a Emilio Guagnini. “Recibimos esta sentencia como mucha alegría, si bien habíamos solicitado una pena de 25 años estamos conforme con la resolución”, evaluó. “La sentencia era un momento muy esperado por toda la familia, llevamos muchos años de lucha esperando un juicio justo para Manlio Martínez y muchos otros que hicieron tanto daño a toda la sociedad”, sostuvo.

Bernardo Lobo Bougeu, quien junto con Pablo Gargiulo querelló a Martínez en nombre de la Secretaría de Derechos Humanos y parte de la familia de Romano, sopesó la importancia del fallo a nivel general. “Es una sentencia de máxima importancia, sobre todo por el rol que cumplieron las instituciones civiles durante la última dictadura militar”, indicó. De la misma manera lo analizó Chit, quien además de indicar que “es un precedente muy importante en Tucumán, que implica una vergüenza menos para la sociedad tucumana”, lo postuló como “un hecho histórico que ojalá siente precedentes en todo el país. 

21 mar 2015

Chile, conmocionado por casos de corrupción

En las últimas semanas se conocieron un caso de presunto tráfico de influencias que involucra al hijo de Bachelet y otro de supuesta financiación ilegal de campañas de la derecha. La Justicia ordenó la detención de un puñado de empresarios y políticos.



La presidenta de Chile, Michelle Bachelet, prometió que va a “tomar todas las medidas” necesarias para garantizar que “el país pueda confiar en sus instituciones”, luego de que en las últimas semanas se conocieran un caso de presunto tráfico de influencias que involucra a su hijo y otro de supuesta financiación ilegal de campañas electorales del partido opositor Unión Demócrata Independiente (UDI).
“Creo que nuestros ciudadanos hoy día exigen un estándar ético mucho más elevado y yo como presidenta me voy a hacer cargo, porque el país conoce mi conducta de vida”, afirmó Bachelet, al día siguiente de que la Justicia ordenara la prisión preventiva de seis altos dirigentes empresariales y ex funcionarios en el caso Penta.
La causa por fraude al fisco involucra a propietarios y ejecutivos del grupo financiero Penta y a políticos de la ultraderechista UDI. Penta es un banco de inversión que maneja activos por más de 20.000 millones de dólares y los imputados están acusados de delitos tributarios, cohecho, sobornos, lavado de activos, mientras una arista política, referida a la financiación ilegal de campañas electorales, comenzó también a ser investigada por la fiscalía.
El juez Juan Escobar realizó el sábado una detallada justificación respecto de las medidas cautelares solicitadas por los acusadores y envió a prisión a Carlos Alberto Delano y Carlos Lavin, los dueños de Penta; a Pablo Wagner, ex viceministro de Minería del gobierno de Sebastián Piñera –que se hizo conocido por el rescate a los mineros–, y a Hugo Bravo, el ahora ex gerente general del grupo, quien destapó la gran estafa. Sin contemplaciones, los procesados debieron ingresar de inmediato a la cárcel Capitán Yaber, situada a unos metros de los tribunales.
La resolución de enviar a prisión a los involucrados del caso Penta generó inmediatas reacciones políticas y del mundo empresarial. El presidente de la Sofofa, agrupación de empresarios, Hermann von Mühlenbrock, señaló que los hechos investigados “revisten la máxima gravedad para el país”.
La mandataria Bachelet afirmó que la determinación del Poder Judicial demuestra que en Chile “las instituciones funcionan y funcionan para todos”. Aunque luego matizó: “No me corresponde pronunciarme, como otro poder del Estado, sobre un dictamen de la Justicia”.
Afectada en las últimas semanas por un caso que involucra a su hijo, la líder socialista agregó que “nosotros vamos a tomar todas las medidas para que, afecte a quien afecte y pase lo que pase, nuestro país pueda tener la confianza de que se van a respetar las prácticas éticas, legales y administrativas correspondientes, para que el país pueda confiar en sus instituciones”.
El hijo mayor de Bachelet, Sebastián Dávalos, renunció en las últimas semanas al cargo que tenía en el gobierno y a su afiliación al Partido Socialista luego de que tomara estado público un polémico negocio inmobiliario que lo involucra junto a su esposa, Natalia Compagnon, dueña de la mitad de Caval, una empresa pequeña.
El 16 de diciembre de 2013, un día después de que Bachelet se consagrara presidenta de Chile en segunda vuelta, Compagnon obtuvo del Banco de Chile (privado) un préstamo por 10,4 millones de dólares para la compra de unos terrenos rurales en el municipio Machalí, próximo a Santiago.
La operación había sido pactada el mes anterior por el dueño y vicepresidente del banco, Andrónico Luksic, y Dávalos, que entonces era gerente de operaciones de Caval. Dado que Caval tenía un capital inferior a 10.000 dólares, que los terrenos adquiridos con el crédito estaban a punto de ser recalificados para uso urbano y que luego fueron vendidos por un precio significativamente mayor al de su compra, se sospecha que hubo uso de información privilegiada y tráfico de influencias.
El caso ha golpeado la popularidad de la mandataria, que pasó de 44 a 39 por ciento. El gobierno anunció la creación de una comisión asesora presidencial que se encargará de diseñar un nuevo marco regulador de las relaciones entre la política y los negocios, cuya conformación y funciones precisas dará a conocer la próxima semana.

Fuente Página 12: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-267676-2015-03-09.html

11 ene 2015

"La sombra de la memoria". Verbitsky expuso en la OEA sobre Memoria, Verdad y Justicia

El presidente del CELS  expuso ante la Comisión de Asuntos Políticos y Jurídicos de la OEA sobre el derecho a la verdad, sistematizado en un documento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Sobre el mismo tema habló ante una audiencia de académicos, periodistas, ONG y funcionarios internacionales. Lo que sigue es una síntesis de ambas presentaciones realizadas en Washington, horas después de la publicación de los informes sobre las torturas de la CIA y de la dictadura brasileña.

Es una coincidencia extraordinaria que la sesión especial pedida por la Argentina hace meses se realice pocas horas después de la publicación del informe del Senado de los Estados Unidos sobre las torturas practicadas por la CIA, del informe de la Comisión de la Verdad de Brasil y de la confesión del torturador argentino Ernesto Barreiro sobre el asesinato y enterramiento clandestino de 25 personas en la ciudad de Córdoba, lo cual demuestra la absoluta actualidad e importancia del tema y desmiente que el castigo penal sea incompatible con la búsqueda de información. El CELS ha tenido un rol significativo en la afirmación de este derecho, que fue declarado por la justicia argentina en 1995, en una causa iniciada por su fundador y primer presidente, Emilio Fermín Mignone, y por la CIDH en 1999, ante un planteo de Carmen Lapacó, miembro hasta hoy de la Comisión Directiva del CELS, ya en la décima década de su vida admirable. En ambos casos sus abogadas fueron Alicia Oliveira y María José Guembe, junto con Martín Abregú. Oliveira y Guembe escribieron además el primer trabajo en la Argentina sobre el derecho a la verdad. Mignone y Lapacó fundamentaron en decisiones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos su reclamo a la Cámara Federal de la Capital para que investigara las desapariciones forzadas de sus hijos (Mónica Candelaria Mignone, secuestrada por personal de la Marina, y la adolescente Alejandra Lapacó, a quien se la llevaron fuerzas policiales subordinadas al Ejército): la sentencia de la Corte en el caso Velásquez Rodríguez, de Honduras, firmada en 1988, apenas un año después de promulgada la ley de obediencia debida, y el informe 28 de la Comisión de 1992, posterior a los decretos de indulto y emitido por la CIDH en otra causa presentada por el CELS. En el caso Velázquez Rodríguez la Corte condenó al gobierno de Honduras por la desaparición forzada de personas, en términos de estricta aplicación a la Argentina. “El Estado está obligado a investigar toda situación en la que se hayan violado los derechos humanos protegidos por la Convención.” Ese deber “subsiste mientras se mantenga la incertidumbre sobre la suerte final de la persona desaparecida. Incluso en el supuesto de que circunstancias legítimas de orden jurídico interno no permitieran aplicar las sanciones correspondientes a quienes sean individualmente responsables de delitos de esta naturaleza, el derecho de los familiares de la víctima de conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos, representa una justa expectativa que el Estado debe satisfacer con los medios a su alcance”. Esa jurisprudencia es desde entonces obligatoria para todos los países signatarios del Pacto de San José, en los que se aplica de modo muy dispar. La diferencia reside en el grado de organización y conciencia de la sociedad civil. En la Argentina, los familiares de las víctimas, y los organismos defensores de los Derechos Humanos lograron hacer operativos esos principios y avanzar desde la verdad hacia la justicia.

La visita del ’79

En el documento final de su visita a la Argentina en 1979, la Comisión Interamericana reclamó “que se informe circunstanciadamente sobre la situación de las personas desaparecidas”. Mignone, quien fue el gran organizador de esa visita y el sistematizador de la información conocida hasta entonces, introdujo los primeros ejemplares del informe en la Argentina y Lapacó se arriesgó a sacarle copias para difundirlo en forma clandestina. En el informe 28 de 1992, la CIDH agregó que las leyes y los decretos de impunidad eran “incompatibles” con la Declaración Americana sobre Derechos y Deberes del Hombre y la Convención Americana sobre Derechos Humanos y recomendó al gobierno que esclareciera los hechos e individualizara a los responsables de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la última dictadura militar. En cada oportunidad rechazó la alegación de medidas de derecho interno para eludir las obligaciones que surgen del Pacto de San José y la correspondiente jurisprudencia de la Corte Interamericana. La Constitución Nacional reformada en 1994 estableció en su artículo 75 que esos instrumentos tienen jerarquía superior a la de las leyes nacionales, por lo cual su aplicación a estos casos era ineludible.
Según Oliveira y Guembe, la publicación en marzo de 1995 del relato del capitán de corbeta Adolfo Scilingo en el libro El vuelo, donde “confirmó lo que la sociedad conocía por testimonios anteriores: que los prisioneros eran arrojados vivos, narcotizados y desnudos al mar” marcó “el cese de la interdicción de la memoria” y apareció “el reclamo de lo que se había expropiado, el derecho a la verdad”. Martín Abregú escribió que el impacto social de la confesión de Scilingo realzó “el derecho de los familiares a conocer el destino final de sus seres queridos y el de la sociedad toda en conocer con detalle la metodología utilizada por la dictadura militar para exterminar a decenas de miles de argentinos”.
Mignone y Lapacó pidieron que la Cámara Federal declarara “la inalienabilidad del derecho a la verdad y la obligación del respeto al cuerpo y del derecho al duelo dentro del ordenamiento jurídico argentino”. Para ello, el tribunal debería “determinar el modo, tiempo y lugar del secuestro y la posterior detención y muerte, y el lugar de inhumación de los cuerpos de las personas desaparecidas”.
Con citas doctrinarias internacionales sostuvieron que el delito de la desaparición forzada se basa en la negación organizada del crimen, esencial para que el sistema funcione. “Por esta razón, conocer la verdad de las desapariciones –aun cuando no haya posibilidad de imponer una pena posterior– implica en cierto modo desmantelar los medios para cometer estos crímenes.”

De Neanderthal a Sófocles

El derecho al duelo o de respeto del muerto es un patrimonio cultural de la humanidad que el Estado tiene obligación de respetar y garantizar. “Hace unos sesenta mil años, en la cueva de Shanidar, región montañosa de Irak, fue enterrado por sus congéneres un hombre de Neanderthal.” El cuerpo “había sido colocado en un lecho de ramas de pino y cubierto con un manto de las flores más diversas: jacintos, malvarosas, milenramas”. Arquéologos y antropólogos han reconocido en el culto a los muertos un signo de humanización aun mayor que el empleo de herramientas y el uso del fuego. “Es a través del rito que la muerte se introduce en el campo simbólico, y son justamente estos símbolos los que nos distinguen del resto del reino animal. Quienes nos niegan el derecho de enterrar a nuestros muertos no están haciendo otra cosa que negar nuestra condición humana.” El respeto a la dignidad y el derecho al duelo es el mismo de la Antígona de Sófocles, condenada por dar sepultura al cadáver de su hermano. La negación de la realidad impuesta por la dictadura sirvió para paralizar por el miedo, como surge de la definición del terrorismo de Estado suministrada por el dictador Jorge Videla, para quien el desaparecido “es una incógnita. Es un desaparecido. No tiene entidad. No está”. De este modo quedó en suspenso la realización del duelo, que cada uno podrá hacer cuando conozca el paradero del cuerpo de su familiar desaparecido.
Una dificultad adicional fue que ese derecho no emanaba del texto de un tratado, sino de los desarrollos jurisprudenciales sobre el delito de desaparición forzada de personas y los comentarios doctrinarios en torno del derecho a la verdad reclamado. Tampoco la Constitución Nacional argentina hace referencia explícita al Derecho a la Verdad. Pero no hay duda que es uno de los derechos implícitos que nacen del principio de la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno, reconocidos en su artículo 33. Sin referencia a la Argentina, el historiador Eric Hobsbawn escribió que “la destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con las generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven. Esto otorga a los historiadores, cuya tarea consiste en recordar lo que otros olvidan, mayor trascendencia que la que han tenido nunca”. Mignone y Lapacó recurrieron a la ontología de la cultura judeo-cristiana, cuyas escrituras sagradas sirvieron para recibir y transmitir el conocimiento y unir en eslabones continuos la memoria de los pueblos, para rescatar la verdad y el no ocultamiento. “No hay cosa oculta que no venga a descubrirse, ni secreto que no llegue a saberse. Así, pues, lo que les digo a oscuras, repítanlo a la luz del día, y lo que les digo al oído grítenlo desde los techos”, sostiene Mateo. La presentación del CELS también trajo a colación el XV Congreso Internacional de Psicoanálisis, realizado en París en 1938, donde Sigmund Freud dijo que “los infortunios sufridos por la nación judía le enseñaron a valorar debidamente el único bien que le quedó: su Sagrada Escritura”, gracias a la cual “el pueblo disgregado se mantuvo unido”.

Jueces dignos de ese nombre

Los jueces de la Cámara Federal de la Capital Horacio Cattani y Martín Irurzun aceptaron el planteo e iniciaron la investigación de la verdad de lo sucedido, dando comienzo a los juicios por la verdad, que luego el juez Leopoldo Schiffrin extendió a la Cámara Federal de La Plata, por lo cual merecen el mayor reconocimiento. Cattani debió haberme acompañado en esta conmemoración, pero no pudo viajar por razones familiares. Junto con Irurzun y otros magistrados que en un primer momento formaron mayoría con ellos sostuvo que en el procedimiento penal el interés público que reclama la determinación de la verdad en el juicio es el medio para alcanzar el valor más alto, que es la justicia. Carmen Lapacó había sido secuestrada junto con su hija, ambas fueron conducidas al mismo campo de concentración donde las torturaron, pero cuando la madre fue liberada, la hija permaneció en el lugar de cautiverio, del que nunca regresó. Los jueces fundaron su derecho a conocer lo sucedido en el Derecho internacional de los derechos humanos. Tanto en el caso de Mignone como en el de Lapacó, la negativa de la Armada y del Ejército a cooperar y el fastidio del gobierno de Carlos Menem (que en 1989 y 1990 había completado las leyes de impunidad de Raúl Alfonsín con sus propios decretos de indulto), consiguieron aislar a Cattani e Irurzun, de modo que una nueva mayoría se pronunció por el archivo de las actuaciones. Un juez sugirió que un órgano del Ejecutivo prosiguiera las investigaciones; otro dijo que ante la negativa de las Fuerzas Armadas a brindar información, un avance judicial compulsivo violaría la prohibición de doble juzgamiento; para un tercero no cabía ninguna actuación jurisdiccional después de las leyes de impunidad y sólo podían ejercerse acciones humanitarias. El último retorció los hechos para afirmar que si fuera posible identificar a los criminales pero no imponerles una pena, se produciría la “peor atmósfera de impunidad”.
Cuando la Cámara Federal archivó la causa Lapacó y envió copia de lo actuado al Ministerio del Interior, para que la investigación continuara en la Subsecretaría de Derechos Humanos, la fundadora del CELS recurrió a la Corte Suprema de Justicia, que tres años después rechazó el recurso. La mayoría automática de aquel tribunal sostuvo en una resolución de pura fórmula que “carecería de toda virtualidad la acumulación de prueba de cargo sin un sujeto pasivo contra el cual pudiera hacerse valer”.
Ante esa patética respuesta de los burócratas de la Corte, el CELS recurrió de nuevo al Sistema Interamericano, esta vez junto con el resto de los organismos históricos defensores de los Derechos Humanos. Cien días después del fallo que desconoció el derecho de Carmen Lapacó y de la sociedad toda, el gobierno se comprometió ante la CIDH a enviar un proyecto de ley al Congreso que garantizara y regulara las investigaciones de la verdad, que quedarían a cargo de la justicia federal en todo el país y serían imprescriptibles mientras no se alcanzara el objetivo buscado. El acuerdo que hoy recordamos se firmó el 15 de noviembre de 1999.
Los juicios por la verdad se fueron extendiendo por todo el país y se realizaron audiencias en La Plata, Mar del Plata, Córdoba, Mendoza, San Juan, Santa Fe, Rosario, Sala, San Luis, y Bahía Blanca. Desde el gobierno del presidente Fernando de la Rúa y la Corte Suprema de Justicia hubo intentos de paralizarlos. Para ello la Corte pidió a la Cámara Federal de Bahía Blanca que le remitiera toda la causa para resolver un incidente. Fue una jugada contraproducente: la CIDH expresó su “preocupación” y solicitó información detallada en un plazo perentorio sobre los movimientos de la Corte Suprema para evaluar su comportamiento. Dentro del plazo fijado, el gobierno respondió negando que las causas por la verdad fueran a ser sustraídas del ámbito de la justicia federal. En un solo día la Cámara Federal recibió 150 nuevos pedidos de averiguación de la verdad. En La Plata, el infatigable juez Schiffrin dispuso citar a declaración indagatoria al principal jefe de la policía bonaerense durante la dictadura. Al mismo tiempo, el juez español Baltasar Garzón solicitó la extradición de un centenar y medio de militares y marinos para juzgarlos por crímenes cometidos por argentinos contra argentinos en la Argentina, en aplicación del principio de la justicia universal. La detención del ex dictador chileno Augusto Pinochet en Londres, por orden del mismo juez español, tuvo profunda repercusión en la Argentina. Varios jueces procesaron y detuvieron a los ex dictadores Videla y Emilio Massera y a varias decenas de sus subordinados por el robo de los hijos de detenidos desaparecidos y el saqueo de sus bienes, delitos que no habían sido amnistiados. El Congreso argentino derogó las leyes de impunidad aunque no le alcanzaron los votos para anularla. El jefe del Ejército en ese momento, general Ricardo Brinzoni, intentó detener el avance de los juicios, en combinación con algunos ex jefes guerrilleros y con el cardenal de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, quien según Brinzoni acuñó la expresión “memoria completa” para equiparar una vez más los crímenes de lesa humanidad de la dictadura con las acciones guerrilleras, lo que en la Argentina se conoce como doctrina de los dos demonios. En lugar de juicios, debía tenderse una mesa de diálogo para la reconciliación, una fantasía recurrente. Ese fue el momento elegido por el CELS, ya bajo mi presidencia, para solicitar que la justicia reabriera la causa penal iniciada por Mignone, quien había muerto en diciembre de 1998. En su homenaje firmé el pedido de inconstitucionalidad y nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida, que un juez de primera instancia concedió en marzo de 2001, días antes de que se cumplieran 25 años del golpe. En los meses sucesivos otros jueces fueron declarando nulas las leyes y reabriendo las causas. El obispo castrense Antonio Baseotto envió una nota a la Corte Suprema y se reunió con varios de sus jueces para pedirles que volvieran a cerrar los juicios reabiertos y un senador a cargo en forma interina del Poder Ejecutivo planeó una nueva amnistía general, pero no tuvo tiempo ni fuerza para imponerla, y en mayo de 2003 el nuevo presidente Néstor Kirchner asumió un público compromiso que denominó de “Memoria, Verdad y Justicia”. En su cumplimiento ratificó la Convención que declara imprescriptibles y no sujetos a amnistía los crímenes de lesa humanidad y pidió al Congreso la nulidad de las leyes que se le oponían. Recién en 2005, la Corte Suprema ratificó esa nulidad y permitió que las causas reabiertas llegaran a juicio. Al concluir este año, tres lustros después de la declaración del derecho a la verdad en el acuerdo de la CIDH con el gobierno argentino, se han desarrollado 121 juicios, en los cuales se pronunciaron 600 sentencias. Fueron condenados 506 ex funcionarios de la dictadura y sobreseídos o absueltos 90, lo cual muestra la plena vigencia de las garantías del debido proceso en juicio, de modo que nadie entra ya condenado a un tribunal.
Cuando aún no había recuperado los restos de su hijo Marcelo, conseguido identificar a su nieta Macarena ni logrado determinar qué ocurrió con su nuera María Claudia Iruretagoyena, el poeta Juan Gelman escribió una frase que Oliveira y Guembe eligieron para abrir su trabajo sobre el derecho a la verdad y con la que yo cerraré esta exposición: “Para los atenienses de hace 25 siglos, el antónimo de olvido no era memoria, era verdad. La verdad de la memoria en la memoria de la verdad. Las dos son formas de la poesía extrema, ésa que siempre insiste en develar enigmas velándolos. Alguien dijo que la poesía es la sombra de la memoria. Creo que, en realidad, la poesía es memoria de la sombra de la memoria. Por eso nunca morirá”
Por Horacio Verbitsky