Videla, la cara gris del crimen
Uno de los peores dictadores de la historia
falleció el viernes, el general Jorge Rafael Videla, dictador de Argentina a
partir del golpe de estado que encabezó en 1976, responsable mayor de un
sistema de asesinato que intitucionalizó como política central de su gobierno.
Treinta mil vidas, treinta mil asesinatos, son su legado criminal, que incluye
toda clase de delitos de lesa humanidad: tortura, desaparición forzada,
ejecución extrajudicial, escuadrones de la muerte, secuestro y tráfico de
infantes robados a sus padres asesinados.
A diferencia del general chileno Augusto
Pinochet, que murió evidenciado y desacreditado como asesino múltiple y
corrupto de marca mayor (recuérdese las cuentas de decenas de millones de
dólares que secretamente mantenía en bancos extranjeros), pero que no llegó a
ser juzgado y condenado como indudablemente merecía, Videla sí lo fue. Al
momento de morir cumplía sentencia de cadena perpetua por múltiples crímenes
contra la humanidad.
Videla, en lo personal, era un tipo anodino
y vulgar, sin mayores luces, mediocre. Un ejemplo típico de la banalidad del
mal, que Hanna Arendt describió con lucidez y desaliento al examinar el caso
del nazi Adolf Eichmann. Las circunstancias permitieron a este gris militar
argentino ejercer por varios años como cabecilla de un régimen
extraordinariamente criminal como quien ejerce cualquier otra burocracia. Las
máquinas institucionalizadas del mal requieren este tipo de psicópatas serenos,
incapaces de remordimiento cuando aplican la muerte a escala industrial, como
quien aplica un manual de funciones.
Por eso, tal vez, nunca pudo entender
cabalmente por qué lo juzgaron y sentenciaron. Siempre, hasta el final, se
mantuvo en sus trece, sin reconocer culpa ni pedir perdón a sus innumerables
víctimas y sus desolados familiares. Al igual que Eichmann, consideraba
simplemente haber cumplido con sus obligaciones de militar y funcionario. Se
quejaba, sí, amargamente, de ser juzgado “habiendo ganado una guerra”. No
entendía, o no quería entender, que la mayor derrota al ejército que comandó,
se la infligió él mismo junto con su estado mayor, al encabezar una metodología
minuciosamente inmoral y criminal.
Por lo demás, lo poco que valían esos jefes
militares en una guerra de verdad quedó demostrado en el conflicto de las
Malvinas, donde la cuota de sangre la pusieron los reclutas, mientras los
jefes, empezando por el dictador Lanusse, sucesor de Videla, se apresuraban a
rendirse y entregarse al ejército inglés, reclamando las garantías de Ginebra.
La ferocidad se la reservaron estos jefes militares para enfrentar al “enemigo
interno”, a sus propios compatriotas equivocados o no, al margen de toda norma
jurídica y moral.
El tiempo de Videla fue un capítulo
tenebroso en la historia de Sudamérica, coetáneo a Pinochet en Chile,
Stroessner en Paraguay, Bánzer y García Meza en Bolivia, y las negras
dictaduras militares de Uruguay y Brasil. Poco nos separa de ese tiempo de
oprobio, vigente hasta los años 80. Videla y Pinochet encabezaron una
coordinación de todas estas dictaduras mediante el Plan Cóndor, para llevar su
política de asesinatos más allá de toda frontera. Por ejemplo, en nuestro país,
cuatro ciudadanos argentinos fueron secuestrados por agentes de Videla en pleno
distrito de Miraflores y posteriormente asesinados, en 1980, con la
colaboración de la dictadura de Morales Bermúdez.
El tiempo tenebroso de las dictaduras
latinoamericanas quiso ser reeditado en el Perú, en los años 90, por Montesinos
y Fujimori (quien gustaba autodenominarse “Chinochet”, en homenaje demasiado
obvio), con la creación de escuadrones de la muerte como el destacamento Colina
y asesinatos colectivos como los de Barrios Altos y La Cantuta. Quienes
libremente siguieron el peor ejemplo latinoamericano, no pueden quejarse por
sufrir las consecuencias de la justicia.
Ronald Gamarra
Director
Equipo de Incidencia en Derecho
Fuente vía Diario16, publicado el domingo 19 de mayo del 2013:
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