“Los abusos sexuales los curé con terapia, pero el calvario judicial y el encubrimiento no”
Jesús Romero relata su lucha hasta lograr la primera condena a un sacerdote en ejercicio en Ciudad de México por violarlo durante cinco años cuando era menor.
Jesús Romero relata su lucha hasta lograr la primera condena a un sacerdote en ejercicio en Ciudad de México por violarlo durante cinco años cuando era menor.
Escribe, Jacobo García.
Jesús Romero llegó exhausto a la sentencia del jueves. Reconoce que es
histórica pero también que fueron tan duros los abusos sexuales como los
últimos 10 años litigando. De los 35 años que tiene ha pasado una
década peleando para exigir justicia y recordando una y otra vez a aquel
sacerdote que le sobó hasta el asco y le obligó a hacerle sexo oral
decenas de fines de semana en su casa de Cuernavaca.
Por primer vez en la Ciudad de México, el jueves pasado, un sacerdote en
activo, Carlos López Valdez, fue condenado por la violación de un menor.
Un juzgado condenó a 63 años de cárcel al religioso, de 70 años. La
sentencia es también la primera que involucra directamente a dos obispos
en activo, señalados por conocer y no denunciar las aberraciones.
Es casi un patrón en México que muchas víctimas tienen que
denunciar, investigar, reunir las pruebas y hasta localizar a los
culpables antes de obtener justicia. Si además los involucrados tienen que ver con la Iglesia, la tarea es titánica.
“Cuando conocí la sentencia rompí a llorar. Ni siquiera
pensaba en todo lo que me hizo Carlos, sino en el martirio que he pasado
después por denunciar. El Ministerio Público hizo desaparecer pruebas,
me trató mal, me humilló, me citó en vacaciones o intentaba convencerme
de que el caso había prescrito”.
Cuando Jesús presentó como prueba las fotos del religioso vestido solo
con un tanga o desnudo con el pene del niño en la boca, tuvo que
escuchar a los voceros del episcopado decir que “solo buscaba dinerito”.
“Se dice fácil pero han sido 10 años durísimos en los que he salido
abatido tantas veces de la PGR”, recuerda en entrevista con EL PAÍS.
La sentencia del 8 de marzo es también una suma de reproches al Ministerio Público
por obstaculizar deliberadamente un caso repleto de pruebas y reabre el
debate sobre el derecho canónico
y su acomodo en el derecho civil. ¿Es suficiente con esconder a los
culpables en clínicas espirituales? ¿Por qué permitieron que el
sacerdote siguiera en contacto con niños y oficiando misa una vez
conocidas las pruebas?.
En 1994 Jesús quería ser misionero. En las iglesias de San Agustín de las Cuevas y de San Judas Tadeo en el centro de la capital conoció al padre Carlos, con quien empezó a oficiar misa como acólito y a quien quería como un padre.
“Un día le pidió permiso a mis papás para que me dejaran pasar un fin de semana con él. Al anochecer me pidió que me acostara con él a pesar de que había dos recámaras más. Sentí algo muy raro el que yo fuera a dormir con un sacerdote en la misma cama, era como si yo no pudiera compartir ese lugar, que a pesar de estar fuera de la parroquia estaba, al menos para mí, impregnado de algo sagrado. Yo me puse mi pijama para dormir pero él me dijo que eso era antihigiénico, que me la quitara. Obedecí con mucha pena, ya que nunca había estado desnudo delante de alguien que no fuera mi mamá”.
"En la madrugada comencé a sentir que me
tocaban mis partes íntimas. Desperté asustado y me di cuenta de que era
él. No supe cómo reaccionar, simplemente no lo podía creer. A lo único
que me pude aferrar fue a pensar que él estaba dormido”, recuerda sobre aquellos días. Jesús tenía en 11 años.
Los abusos continuaron hasta que un día descubrieron en una caja decenas de fotos y
correspondencia postal del religioso con otras personas, “supongo que
pederastas también, que le pedían más fotos mías. Entonces, él las
intercambiaba”.
Todos los detalles del caso los contó la periodista Sanjuana Martínez en su libro Manto Púrpura (Mondadori) y después Alejandra Sánchez en el documental Agnus Dei: Cordero de Dios.
La cinta es la infatigable búsqueda de Jesús por todas las parroquias
de la ciudad hasta encontrar y confrontar al “hombre que me jodió la
vida”.
Durante esos años (1994-1999) al menos dos obispos en activo
estaban enterados de la existencia de un sacerdote que se rodeaba de
niños, con los que pasaba los fines de semana en la alberca de
Cuernavaca y al que le gustaba fotografiarse con ropa interior femenina.
El obispo de Sinaloa, Jonás Guerrero, y de Colima, Marcelino
Hernández, vieron aquellas imágenes y se limitaron a enviar una carta
al religioso sugiriéndole su ingreso en Casa Damasco “para atender su
problemática”. Casa Damasco es una de las tres enigmáticas viviendas con
las que cuenta la Iglesia mexicana para atender aquellos casos de
sacerdotes con algún trastorno sexual.
“Todo este tiempo la principal dificultad ha sido romper los
vínculos políticos con los religiosos y legales. Impidieron que
avanzara la investigación”, señalan Luis Ángel Sala y Jesús Romero
abogados de la organización de Derechos Humanos Grupo de acción para la
justicia social, que se ha encargado del caso. La ONG anuncia que
interpondrá dos denuncias contra los obispos ante la fiscalía para
delitos sexuales.
“Lo que me hizo ese hombre lo he logrado
superar después de muchos años de trabajo en terapia. Pero no lo que
sucedió después. Yo pensaba que era la víctima, que había sufrido abuso y
violación y que todos se pondrían de mi lado para meter a un
delincuente en la cárcel y alejarlo de cualquier niño. Pero no, todo se
convirtió en un calvario”.
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