El encargo me cayó de perlas, llevaba demasiado tiempo en Lima haciendo cosas de escritorio y ya me sentía invadido hasta el último bronquio por la humedad. Además pagaban bien. No me detuve a pensar en el riesgo sino a imaginar los ríos inmensos corriendo entre riberas de bosque pleno. Hasta dar con el horror. Año 1990, Alan García transfería el poder a un chinito miserable que andaba en tractor.
Se trataba de hacer un documental para la televisión sueca sobre dos casos de explotación infantil en Latinoamérica: los lavaderos de oro de Madre de Dios y la prostitución de niñas en los campamentos mineros de carbón de Lota, en el sur de Chile. El contrato me lo extendía la entonces existente filial sueca de Save the Children, una institución que tenía sede en Lima llamada Rädda Barnen.
Hace veintiséis años en la plazuela Limacpampa de Cusco, aún un espacio
periurbano, se reunían diariamente al amanecer, camiones con la madera
trasera de la tolva bajada. En la vereda los acopiadores conversaban con
padres de familia, algunas veces, otras directamente con los niños.
Pequeños y adolescentes de las alturas de Cusco y de Puno. Luego
empezaba el embarque y el convoy de camiones atosigados de niños, que
partían hacia el sur. A Mazuko primero, o a Quincemil, donde los
reclutados eran distribuidos entre los diferentes campamentos de mineros
dedicados a lavar oro diseminados en las orillas de los ríos Los
Amigos, Tambopata y Madre de Dios. Nuestro equipo de producción eligió
ingresar por el poblado de Laberinto y ahí embarcarnos.
Antes de que se incendiaria dos décadas atrás Laberinto era un conjunto
de construcciones viejas de madera dispuestas contra la ley de la
gravedad, unas sobre otras, tugurios insalubres que se abrían a calles
que nunca vieron pistas ni veredas pero sí innumerables localcitos que
se anunciaban para comprar oro. Gente de la selva en actividad incesante
pero sobre todo serranos, muchos. Y de pronto un rubio lleno de
tatuajes y un chino vestido de negro y un brasileño con las orejas
llenas de aros de oro cuando aún no se usaban. Gente que no hablaba. El
único restaurante del poblado tenía una terraza cubierta y era atendido
por su propietario, un travestido gordo y hermoso que se paseaba entre
las mesas jodiendo a todo el mundo, llevando una flor tropical detrás de
la oreja. El alcalde del distrito cuando sentía demasiado calor, bajaba
a la terraza a seguir allí con sus audiencias. Se decía que el dueño y
el alcalde eran amantes. ¿Habría de ser eso lo más sorprendente del
paisaje?
Pasamos una semana navegando y haciendo tomas desde la lancha pero
también bajábamos a intentar conversar con gente a la que hoy de verla
me cruzaría la vereda. Fue en un campamento alejado de Laberinto que
vimos el cadáver del niño atado a un palo. No nos dio el estómago para
grabarlo. El policía que nos habían obligado a llevar con nosotros
también nos lo aconsejó. Al chibolo lo había mordido un murciélago con
rabia y bueno, antes de que él se dedicara a morder a otros se le amarró
al palo y todo el mundo se fue lejos, para no escuchar.
Las niñas serranas –ya se las llamaba “ojotitas”- eran secuestradas para
cocinarles a los hombres y también dormir con ellos. Es cierto, no se
veía el obsceno espectáculo de los video pubs construidos con plásticos
azules que ahora se exhiben en la quebrada Huancamayo. Pero si hablamos
de explotación sexual de niñas, ahí estaba. Por eso hierve la sangre
cuando, ahora que sabemos lo que está pasando en Madre de Dios, una
serie de organizaciones dedicadas a los derechos de las mujeres y los
niños se excusen por no hacer su trabajo en la selva argumentando que el
problema es de corta data, “recién nos estamos enterando”. Mentira,
hablamos de 1990. ¿Hace falta entonces un Tarata para que se organicen
marchas, plantones y movilizaciones contra el más grave crimen contra la
dignidad humana que está viviendo el Perú de hoy?
(Rafo León)
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