Desde la caída del fujimorismo, la lucha anticorrupción es la política más importante que todo gobierno democrático debe llevar adelante. Entonces nuestro país se hallaba encharcado, embarrado en la miasma de una corrupción monumental capitaneada por Fujimori y Montesinos, y necesitaba urgentemente asearse íntegralmente. Adecentarse. Así lo entendió el presidente Valentín Paniagua, quien hecho las bases para una vigorosa política contra la corrupción. Lo que pudo avanzarse en esos años, desarticulando complejas bandas cobijadas bajo el fujimorato, se debe a él. Lástima que sólo gobernó nueve meses.
Los presidentes que le sucedieron no estuvieron a la altura. Bajo Toledo continuó la inercia del impulso inicial, heredado de Paniagua, pero ya entonces se reciclaron antiguas alimañas y se incubaron nuevos gérmenes. Fue una oportunidad perdida para limpiar, para purgar por completo el país. Después, el gobierno de Alan García fue ya el retorno con bombos y platillos de los viejos vicios del tráfico de influencias, la coima y la mordida al más alto nivel; la época en que muchos pudieron kactarse de hacer "un buen faenón". Y todo esto no ha hecho sino seguir creciendo hasta nuestros días.
Visto en perspectiva, el esfuerzo impulsado por Paniagua aparece como un episodio excepcional en nuestra historia. Nunca antes, ni después, tantos bandidos que se enriquecían a costillas del Estado y del pueblo fueron investigados a fondo y en decenas de casos fueron a dar en la cárcel. Malandros de tod nivel, empezando por las más altas magistraturas del Estado, jerarcas militares y sus testaferros. No sólo los peces chicos, los pobres diablos, como suele ocurrir cuando algo de justicia se hace en nuestro país. No antes y sobre todo, los capitostes de la corrupción. Los jefes. Claro que en aquella época faltó ajustar las cuentas a los empresarios corruptores.
¿Qué nos enseñó aquella experiencia inédita en nuestra historia y en nuestra institucionalidad? Pues, centralmente, que la lucha contra la corrupción debe enfocarse en identificar y combatir los sistemas de corrupción, no sólo a las personas que perpetran la coima, el peculado y el acto colusorio, y pueden ser reemploazados por los titiriteros de esas redes. Porque hay que entender que la gran corrupción, la que verdaderamente importa, está organizada. Institucionalizada. Enquistada. En consecuencia, hay que sancionar a los culpables individuales de corrupción pero, sobre todo, hay que detectar y cerrar drásticamente los sistemas en los que actúan y para ello hay que apuntar a quienes encabezan esos sistemas. Y hacerlo rápido porque el impulso tiene vida corta. Porque el tiempo juega en contra.
Los presidentes que le sucedieron no estuvieron a la altura. Bajo Toledo continuó la inercia del impulso inicial, heredado de Paniagua, pero ya entonces se reciclaron antiguas alimañas y se incubaron nuevos gérmenes. Fue una oportunidad perdida para limpiar, para purgar por completo el país. Después, el gobierno de Alan García fue ya el retorno con bombos y platillos de los viejos vicios del tráfico de influencias, la coima y la mordida al más alto nivel; la época en que muchos pudieron kactarse de hacer "un buen faenón". Y todo esto no ha hecho sino seguir creciendo hasta nuestros días.
Visto en perspectiva, el esfuerzo impulsado por Paniagua aparece como un episodio excepcional en nuestra historia. Nunca antes, ni después, tantos bandidos que se enriquecían a costillas del Estado y del pueblo fueron investigados a fondo y en decenas de casos fueron a dar en la cárcel. Malandros de tod nivel, empezando por las más altas magistraturas del Estado, jerarcas militares y sus testaferros. No sólo los peces chicos, los pobres diablos, como suele ocurrir cuando algo de justicia se hace en nuestro país. No antes y sobre todo, los capitostes de la corrupción. Los jefes. Claro que en aquella época faltó ajustar las cuentas a los empresarios corruptores.
¿Qué nos enseñó aquella experiencia inédita en nuestra historia y en nuestra institucionalidad? Pues, centralmente, que la lucha contra la corrupción debe enfocarse en identificar y combatir los sistemas de corrupción, no sólo a las personas que perpetran la coima, el peculado y el acto colusorio, y pueden ser reemploazados por los titiriteros de esas redes. Porque hay que entender que la gran corrupción, la que verdaderamente importa, está organizada. Institucionalizada. Enquistada. En consecuencia, hay que sancionar a los culpables individuales de corrupción pero, sobre todo, hay que detectar y cerrar drásticamente los sistemas en los que actúan y para ello hay que apuntar a quienes encabezan esos sistemas. Y hacerlo rápido porque el impulso tiene vida corta. Porque el tiempo juega en contra.
Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece, el viernes 28 de octubre de 2016.
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