Ellas que no pudieron tener una vida autónoma y tuvieron que sujetarse al imperio del marido, enviaron a sus hijas a las escuelas, igual que a sus hijos varones, para que esas niñas crecieran con más oportunidades
No sé en qué momento se decidió institucionalizar el Día de la Madre, es decir, convertir en acto público y social aquella demostración de afecto y reconocimiento que, en rigor, para hijos y madres, solo tiene importancia y validez en la intimidad de la relación familiar. La idea de establecer un reconocimiento también en la esfera pública puede haber tenido las más diversas intenciones, desde las nobles hasta las ideológicas y las simplemente demagógicas. Para efectos prácticos, los resultados de esa institucionalización son más bien contraproducentes y cuestionables, pues propician la banalización y la manipulación de la maternidad.
Lo más evidente es la conversión del Día de la Madre en la ocasión de una lucrativa feria comercial, donde el protagonista es el dinero, antes que el afecto puro y simple en cualquiera de sus expresiones. Tan igual que la Navidad, el Día de la Madre es otra fiesta del Becerro de Oro. El diluvio de ofertas comerciales que inunda los medios logra muy bien el objetivo de que todo el mundo sienta que el afecto, si existe, pasa necesariamente por el bolsillo. Los beneficiarios de este gigantesco mercado no son las madres, sino los comerciantes. ¿Cabe culparlos? Ellos cumplen su rol y sus reflejos les impulsan a aprovechar oportunidades como la que les ofrece la institucionalización de una fiesta.
La institucionalización y la consecuente grosera comercialización de este día nos han llevado, entre otras consecuencias, al establecimiento de otro estereotipo de madre, más acorde con las necesidades de las ventas: el prototipo de la madre moderna, propio del sector más dinámico de la economía, donde la mujer debe ser a la vez profesional, madre de uno o dos hijos como máximo y, sobre todo, dueña de encanto, estilo y belleza de acuerdo a ciertos cánones. El foco de la campaña comercial apunta claramente al bolsillo (mejor dicho a las tarjetas de crédito) de las mujeres del sector pudiente de la economía, mientras maquilla convenientemente sus mensajes bajo pretextos hipócritas.
Así pues, la institucionalización de este día ha venido trayendo como consecuencia un resultado arbitrario e injusto que no se tiene en cuenta lo suficiente, y es la relegación de la madre que podríamos denominar tradicional. Son aquellas madres, hoy ya adultas mayores, que viven los años de su vejez y que ya no son reclamadas como prototipo por la publicidad y el comercio, y cuyo rol vital, esencial, se suele menospreciar en la torpe comunicación mediática en torno a esta fecha.
Ya son ancianas. Recurren al bastón para movilizarse. No fueron profesionales porque la sociedad no se los permitía o porque trabajaron desde adolescentes para ganar algún dinero con el que subsistir y enviar a la familia que habían dejado allá, tras los Andes, o en la selva. Probablemente no saben leer o lo hacen con dificultad. Dedicaron sus vidas a criar y defender a sus hijos (a los que engendraron y también a los que no). A educarlos y darles valores. Bregaron para que tuvieran un oficio y se pudieran sostener en la vida. Dieron el alma, lo entregaron todo y sin condiciones, por los hijos con alguna discapacidad. Vivieron para ellos.
En las épocas de durísima pobreza y de violencia, supieron parar la olla y mantener unida la familia que habían fundado.
Nos hicieron a los hombres y sobre todo a las mujeres de hoy.
Ellas que no pudieron tener una vida autónoma y tuvieron que sujetarse al imperio del marido, enviaron a sus hijas a las escuelas, igual que a sus hijos varones, para que esas niñas crecieran con más oportunidades. Ellas que no terminaron la escuela llevaron a sus hijos e hijas a la universidad.
Hicieron todo eso y lo dieron todo en ello, sin pedir ni esperar nada a cambio. Nada. Nunca. ¿A quién le importa? Allí están ahora, heridas pero dignas como siempre, con el ala rota pero fuertes como antes, apergaminadas y hermosas, y se contentan con que los hijos, enfrascados en sus propias vicisitudes, las recuerden y las visiten de vez en cuando.
A diferencia de lo que sugiere la torpe publicidad, no hay contradicción, sino continuidad, entre estas mujeres tradicionales y sacrificadas, y sus hijas y nietas creciente y merecidamente empoderadas de derechos que ellas no tuvieron.
Esas madres tradicionales son las que criaron a mi generación; son las madres de todas las víctimas de la violencia que mantienen viva la memoria de sus hijos, son todavía las que sostienen el esfuerzo de supervivencia de los sectores menos dinámicos de la economía o los que subsisten en la pobreza extrema.
Nunca les podremos retribuir todo lo que hicieron para sacarnos adelante y, en buena cuenta, para salvar a nuestro país. Las más relegadas, las más discriminadas en derechos, fueron y aún son el puntal de nuestras vidas para las mujeres y los hombres de hoy. No necesitamos de este día impostado, de este domingo fenicio, para testimoniarles nuestro amor filial. Aunque sé que nunca será suficiente el agradecimiento y el amor que siento por mi madre, como tampoco el recuerdo devoto por mi padre. Porque nuestros esfuerzos y nuestro amor palidecen ante tanta bondad derramada.
Gracias, doña Julia. Mi querida valentina. Mi amor y admiración eternos.
Fuente Diario 16: http://diario16.pe/noticia/60047-lea-madre-columna-ronald-gamarra
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