Una vez más, los representantes de Israel y el pueblo palestino empiezan un proceso de negociaciones para abordar las cruciales diferencias que los separan y llegar a un acuerdo de paz. La primera reunión se celebró en Washington al inicio de la semana pasada y se prevé continuar el proceso con una nueva reunión en algunas semanas, que tendría lugar en el mismo territorio en disputa. Se ha fijado un plazo de nueve meses para llegar a un acuerdo final.
¿Será posible lograrlo esta vez? Las conversaciones empiezan en un clima de claro escepticismo no solo entre las partes enfrentadas, sino entre la comunidad mundial, estados y sociedades civiles incluidas. Está claro que este proceso negociador no nace del entusiasmo de las partes, sino de la presión de la diplomacia norteamericana, particularmente de la persistencia del secretario de Estado John Kerry, un peso pesado de la política, que fue candidato a la presidencia y quizás aún aspira a ella.
Aparte de Kerry, que también mantiene una prudente distancia, tampoco es posible saber hasta qué punto los Estados Unidos están dispuestos a ejercer la presión política suficiente para comprometer a las partes, particularmente a su aliado Israel, a renunciar a aspiraciones incompatibles con un acuerdo de paz. ¿Les interesa realmente llegar a un acuerdo de paz o solo les interesa tener en marcha un proceso de negociaciones, como ha habido antes varios, que salve las apariencias por algunos años más sin importar si al cabo fracasa?
Esta presión es crucial para llegar a resultados efectivos y justos, y debiera ejercerla la comunidad internacional a través de la ONU. Pero Israel no reconoce el marco de la ONU para resolver el conflicto y esta posición es respaldada, con distintos argumentos, por Estados Unidos, que defiende la negociación directa entre las partes como única vía posible de entendimiento. Pero la verdad es que lo poco de positivo que ha sucedido en esta región del mundo en las últimas décadas ha sido resultado de la presión exterior, incluyendo el proceso de negociaciones que acaba de iniciarse.
La derecha nacionalista israelí, que gobierna actualmente, fue lo suficientemente poderosa y hábil como para bloquear el proceso de paz iniciado en Oslo e imponer la doctrina de que solo queda “gestionar el conflicto” indefinidamente, con la finalidad última de quedarse con todo el territorio posible del antiguo mandato británico e impedir el surgimiento de un Estado palestino creíble y viable. Por su parte, el fundamentalismo islámico, que domina la Franja de Gaza y amaga Cisjordania, desafiando el precario predominio de los políticos laicos de la Autoridad Nacional Palestina, se opone igualmente a un acuerdo de paz por su intransigencia a aceptar la existencia de Israel y a renunciar a reivindicaciones maximales.
Lamentablemente se ha demostrado que, dejadas a su suerte, las partes encontrarán el modo de no llegar a acuerdos. Lo peor es que se dejaron pasar momentos aparentemente más propicios, como cuando el proceso de paz fue asumido por Yitzhak Rabin en Israel y el líder histórico palestino Yasser Arafat, y el proceso había despertado amplio respaldo en ambas comunidades. Ante el asesinato de Rabin, la diplomacia norteamericana no tuvo la entereza de hacer saber a las partes que el proceso iniciado en Oslo no podía ser desmontado. Con la presidencia de George W. Bush se dio en la práctica la renuncia a los acuerdos de Oslo en el marco de una cruzada mundial contra el fundamentalismo islámico.
La presidencia de Obama no ha sido efectiva en corregir esta tendencia. Más aún, enfrenta un lobby interno, dominante en el Congreso de los Estados Unidos, de respaldo incondicional a cualquier actitud de Israel. Por eso su iniciativa es tímida, pues no está dispuesta a desafiar el eventual costo político interno que supondría llevar el proceso de paz hasta las últimas consecuencias. De allí la importancia crucial de que las demás potencias, particularmente el Reino Unido, Francia y Rusia, se involucren en el proceso presionando activamente a las partes a hacer la paz. Y que se abra el espacio a las Naciones Unidas, ya que la pax americana se muestra insuficiente.
¿Será posible lograrlo esta vez? Las conversaciones empiezan en un clima de claro escepticismo no solo entre las partes enfrentadas, sino entre la comunidad mundial, estados y sociedades civiles incluidas. Está claro que este proceso negociador no nace del entusiasmo de las partes, sino de la presión de la diplomacia norteamericana, particularmente de la persistencia del secretario de Estado John Kerry, un peso pesado de la política, que fue candidato a la presidencia y quizás aún aspira a ella.
Aparte de Kerry, que también mantiene una prudente distancia, tampoco es posible saber hasta qué punto los Estados Unidos están dispuestos a ejercer la presión política suficiente para comprometer a las partes, particularmente a su aliado Israel, a renunciar a aspiraciones incompatibles con un acuerdo de paz. ¿Les interesa realmente llegar a un acuerdo de paz o solo les interesa tener en marcha un proceso de negociaciones, como ha habido antes varios, que salve las apariencias por algunos años más sin importar si al cabo fracasa?
Esta presión es crucial para llegar a resultados efectivos y justos, y debiera ejercerla la comunidad internacional a través de la ONU. Pero Israel no reconoce el marco de la ONU para resolver el conflicto y esta posición es respaldada, con distintos argumentos, por Estados Unidos, que defiende la negociación directa entre las partes como única vía posible de entendimiento. Pero la verdad es que lo poco de positivo que ha sucedido en esta región del mundo en las últimas décadas ha sido resultado de la presión exterior, incluyendo el proceso de negociaciones que acaba de iniciarse.
La derecha nacionalista israelí, que gobierna actualmente, fue lo suficientemente poderosa y hábil como para bloquear el proceso de paz iniciado en Oslo e imponer la doctrina de que solo queda “gestionar el conflicto” indefinidamente, con la finalidad última de quedarse con todo el territorio posible del antiguo mandato británico e impedir el surgimiento de un Estado palestino creíble y viable. Por su parte, el fundamentalismo islámico, que domina la Franja de Gaza y amaga Cisjordania, desafiando el precario predominio de los políticos laicos de la Autoridad Nacional Palestina, se opone igualmente a un acuerdo de paz por su intransigencia a aceptar la existencia de Israel y a renunciar a reivindicaciones maximales.
Lamentablemente se ha demostrado que, dejadas a su suerte, las partes encontrarán el modo de no llegar a acuerdos. Lo peor es que se dejaron pasar momentos aparentemente más propicios, como cuando el proceso de paz fue asumido por Yitzhak Rabin en Israel y el líder histórico palestino Yasser Arafat, y el proceso había despertado amplio respaldo en ambas comunidades. Ante el asesinato de Rabin, la diplomacia norteamericana no tuvo la entereza de hacer saber a las partes que el proceso iniciado en Oslo no podía ser desmontado. Con la presidencia de George W. Bush se dio en la práctica la renuncia a los acuerdos de Oslo en el marco de una cruzada mundial contra el fundamentalismo islámico.
La presidencia de Obama no ha sido efectiva en corregir esta tendencia. Más aún, enfrenta un lobby interno, dominante en el Congreso de los Estados Unidos, de respaldo incondicional a cualquier actitud de Israel. Por eso su iniciativa es tímida, pues no está dispuesta a desafiar el eventual costo político interno que supondría llevar el proceso de paz hasta las últimas consecuencias. De allí la importancia crucial de que las demás potencias, particularmente el Reino Unido, Francia y Rusia, se involucren en el proceso presionando activamente a las partes a hacer la paz. Y que se abra el espacio a las Naciones Unidas, ya que la pax americana se muestra insuficiente.
Artículo de Ronald Gamarra Herrera publicado en Diario 16, el domingo 28 de diciembre de 2014.
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