Vacunarse es al mismo tiempo un acto de supervivencia personal y de solidaridad social: la inmunidad de cada individuo depende no solo de sus actos sino de los de sus pares. Quienes optan por el rechazo a las vacunas tienen una desconfianza legítima frente a la ciencia, pero emplean afirmaciones verdaderas en el contexto equivocado. ¿Cómo convencer a los antivacunas sin caer en la descalificación? Los cuadros estadísticos fueron realizados por el equipo de Chequeado.
La vacunación es un acto que evoca uno de los rasgos más específicos de la especie: la necesidad de vivir en comunidad, el gregarismo propio del homo sapiens sapiens. La inmunidad de cada individuo depende no solo de sus actos sino de los de sus pares: inmunidad de rebaño. En los oscuros tiempos que corren de individualismo, meritocracia y emprendedorismo, vacunarse es al mismo tiempo un acto de supervivencia personal y de solidaridad social. La biología evolutiva se encarga de recordarle a quien se empeñe en olvidarlo que no es posible sobrevivir solo; que la supervivencia del individuo y la del grupo son , finalmente, lo mismo.
Hay muchas cosas de la medicina que merecen ser discutidas y analizadas críticamente, pero las vacunas obligatorias no son una de ellas. Pocos logros sanitarios han mostrado una eficacia tan rotunda y un beneficio social tan extendido. Han salvado millones de vidas, erradicado enfermedades como la viruela o la polio, controlado otras y mejorado la calidad de vida de milones de personas en el mundo. Hoy la prevalencia de las enfermedades prevenibles mediante la inmunización es menor que nunca en la historia de la humanidad.
En la actualidad existe mayor riesgo de exposición que en épocas pasadas debido en gran parte a la globalización de los viajes, a la falta de inmunidad natural contra las infecciones subclínicas provocadas por virus o bacterias salvajes o que causan enfermedades epidémicas (como el sarampión, las paperas, la rubéola y la tos ferina), y al aumento del número de individuos con mayor susceptibilidad a estas enfermedades (ancianos, personas inmunodeprimidas, bebés), y en situaciones de hacinamiento (escuelas, campos de entrenamiento deportivos y eventos musicales, aviones, centros comerciales cerrados, etc.).
Estos factores se traducen en un aumento de los riesgos de epidemias prevenibles mediante la vacunación, como lo muestran los recientes brotes de sarampión, tos ferina, varicela y otras enfermedades inmunoprevenibles tanto en Estados Unidos como en Europa y otros lugares del mundo debidas exclusivamente a la absurda tendencia cultural a rechazar la vacunación. La seguridad y la eficacia de las vacunas disponibles ha sido demostrada muchas veces en diversos contextos y con pruebas científicas rigurosas. Cada uno de los argumentos esgrimidos para fundamentar el temor a vacunar a los niños ha sido desarticulado mediante pruebas –no solo opiniones- y esas evidencias fueron replicadas decenas de veces.
En 1998 Andrew Wakefield publicó una investigación en la prestigiosa revista inglesa The Lancet proponiendo que existía una relación directa entre la administración de la vacuna triple vírica y la aparición del autismo y ciertas enfermedades intestinales. El trabajo fue refutado, la publicación retirada, el autor sancionado como responsable de uno de los actos más fraudulentos de la historia de la medicina; pero la mentirá siguió su curso, “inmune” a los hechos, en muchos grupos sociales. Tal vez la metodología les resulte conocida, tal vez les recuerde casos semejantes en otros ámbitos de la vida pública.
No es este el espacio, ni es la intención de este artículo, profundizar en la eficacia de las vacunas tan demoledoramente demostrada, sino en la insistencia de muchas personas en desconocer los datos científicos que lo demuestran y en tomar decisiones basadas en creencias que los ignoran.
¿Por qué?
Ley de Brandolini: La cantidad de energía necesaria para reflutar una estupidez es muy superior a la necesaria para producirla.
Durante mucho tiempo el problema de la vacunación consistía en la desigualdad del acceso, hoy los no vacunados ya no son los marginados de la educación y la sanidad sino ciertos grupos educados que sostienen creencias sin fundamento. El fenómeno no es nuevo, pero sus actores han cambiado.
La actitud menos científica y más contraproducente es la condena militante hacia las personas que deciden no vacunar a sus hijos. La ciencia estudia los problemas, analiza sus variables determinantes, formula hipótesis y las pone a prueba. No hay ningún motivo para no aplicar su método también en esta circunstancia. Una jauría de doctores acusando a los “herejes” con las manos repletas de papers es la forma menos útil de abordar el tema y, desde ya, una contradicción para quienes esgrimen a la razón y a la ciencia como sus herramientas.
Hoy se sabe bastante acerca de los procedimientos mediante los cuales tomamos decisiones. La primera conclusión es que en nuestra vida cotidiana decidimos de forma muy diferente a como creemos que tomamos decisiones. La evolución aporta un marco teórico muy fructífero señalando el largo recorrido de la cognición humana que empleamos a diario y acerca de la que casi nunca reflexionamos.
Nuestros cerebros han evolucionado constreñidos por la necesidad de tener que tomar decisiones sin la información completa. Los sesgos y la intuición (indeseables en ciencia) nos han permitido hacerlo con bastante eficiencia. Hemos sobrevivido no solo pese a nuestros naturales desvíos cognitivos, sino, muy probablemente, gracias a ellos. Permanecer con vida exige tomar decisiones rápidas, y eso es lo que hemos hecho durante cientos de miles de años.
Nuestra cognición ha evolucionado de tal modo que tendemos a creer en las causas singulares, las conductas intencionales, el libre albedrío, la responsabilidad individual y la culpa; pero eso casi nunca sucede. Como especie hemos recorrido un largo camino de racionalidad y socialización desde nuestros antepasados instintivos. Esa distancia nos ha hecho olvidar que todavía lo llevamos a cuestas. Entonces, no entendemos cuando “habla en nosotros” lo que sobrevive de él.
Nuestro cerebro está configurado para atribuir causalidad ilusoria, dar significado al azar, sentir temores supersticiosos, hacer falsas asociaciones y pobres juicios de probabilidad de hechos futuros. Eso nos ha sido muy útil para sobrevivir, pero es mejor saberlo.
Muchas de nuestras decisiones cotidianas las tomamos apelando a una narrativa dentro de la que ciertos hechos resultan coherentes. El cerebro humano es un procesador narrativo más que un procesador lógico. Emplear el razonamiento analítico demanda un esfuerzo mayor y consume más energía. Las historias generan sentido, cadenas causales y se recuerdan con menos esfuerzo que los datos, las pruebas y la argumentación lógica. Somos seres narrativos. Las teorías conspirativas funcionan más por su enorme capacidad de dar coherencia a los prejuicios que por su valor de verdad. En muchos aspectos de la vida eso es suficiente, es útil, es confortable. Pero a veces es una calamidad. Confundir unos con otros convoca al desastre.
¿Cómo actúan las personas que consideran que es preferible no vacunarse cuando se enfrentan a las pruebas que contradicen su creencia?
Gran parte de la dificultad para modificar lo que muchas personas creen empleando argumentos radica en el modo en que los prejuicios se organizan. Las creencias operan en clusters o paquetes con alta interconectividad. Es muy difícil cambiar una creencia con evidencias ya que está sostenida por un “sistema de creencias” que se refuerzan y se sostienen entre sí.
Se denomina “preferencia adaptativa” a un razonamiento que, al no ver cumplida su predicción o preferencia, la modifica o desplaza para sostener la validez de su teoría original. Un buen ejemplo de ello es la vieja fábula de la zorra y las uvas. Nuestros mayores esfuerzos de racionalidad los aplicamos a justificar nuestras creencias previas a los hechos más que a analizar los hechos en sí. Buscamos la zona de confort con nuestra identidad a costa de la verdad. Muchas veces eso está muy bien, otras nos puede costar la vida.
En diversos contextos equiparamos la veracidad con la intensidad emocional que nos produce una afirmación. Es un error que nos hace vulnerables a la manipulación. Las emociones nos informan qué sentimos nosotros no cuán verdadero es lo que se afirma.
Es muy frecuente que se confundan conceptos muy diferentes: verdad, plausibilidad, credibilidad.
-Verdad: es un concepto semántico, se refiere a las proposiciones acerca de un hecho, no a los hechos. No existen hechos verdaderos o falsos sino reales o imaginarios. Verdadero o falso solo puede ser lo que se afirma o niega respecto de los hechos.
-Plausibilidad: es un concepto gnoseológico. Algo es posible si se ajusta a las leyes naturales que lo determinan.
-Credibilidad: es un concepto psicológico y es independiente de su valor de verdad.
Vacunarnos o no vacunarnos, esa es la cuestión
Tomar decisiones requiere de un paso previo: decidir qué procedimiento emplearemos para tomar esa decisión. Entre la intuición y la razón, entre las creencias y los hechos, entre el juicio y el prejuicio, entre el pensamiento rápido y automático y el lento y reflexivo se pone en juego la vida individual y la de la comunidad. Vacunarse es un acto atado a nuestros instintos más básicos: sobrevivir. Pero el modo en que esa decisión se toma o se rechaza se relaciona con nuestros recursos más evolucionados de pensamiento. Hay que decir cómo decidir.
Quienes optan por el rechazo de las vacunas emplean afirmaciones verdaderas en el contexto equivocado. La soberbia preventiva, la medicalizacón de la vida cotidiana, la práctica de una sanidad más orientada al mercado que a la gente, la transitoriedad del conocimiento científico: son datos ciertos en el mundo en que nos ha tocado vivir. Pero su aplicación a la vacunación es errónea, inapropiada al contexto donde se emplean. Argumentar razones verdaderas requiere que se apliquen solo al ámbito donde resultan pertinentes.
Es un deber de honestidad intelectual mencionar que muchos de estos desvíos del pensamiento también operan en el interior del campo científico. Que la desconfianza que muchas personas sienten respecto de la ciencia es legítima en ciertas circunstancias y que se debe a que la ciencia está inserta en un sistema social del que forma parte y no a sus metodología que es, tal vez, la forma más confiable de protegerse de la manipulación y salir de la ignorancia. El dogmatismo de las evidencias científicas existe. Es una contradicción, es peligroso, es autoritario y despótico. Pero muy especialmente es la peor estrategia de comunicación para acercarse a personas con creencias opuestas al conocimiento probado.
Quienes profesan un culto a lo natural lo hacen de un modo emocional más próximo al pensamiento mágico-religioso que a la racionalidad basada en pruebas. Nadie discute la libertad de adoptar las creencias que se prefieran, lo que se pone en discusión es su derecho a poner en riesgo la salud propia y la de su comunidad. “Natural” también es enfermarse y morirse a causa de ello. Y, eso es, precisamente, lo que se intenta evitar.
Es inadmisible que el pensamiento progresista, que la izquierda solidaria preocupada por el bien común y por la protección de los más desfavorecidos, adopte una actitud anticientífica. La historia de esta postura es larga y está plagada de equívocos: la confusión entre ciencia y técnica, la equiparación de ciencia a capitalismo, la falsa equivalencia entre razón y opresión, el culto a la irracionalidad como forma de oponerse al “sistema” y otros tantos desvaríos intelectuales. El conocimiento es un derecho, es un bien social y no una mercancía. Confundir el modo en que se implementa su distribución con el conocimiento mismo es dejar en manos de quienes se benefician de la inequidad el logro más extraordinario que la humanidad ha podido producir: saber y compartir lo que se sabe.
En la era de la posverdad, de la manipulación cognitiva sistemática, del individualismo como virtud, de la transformación de las emociones en instrumentos de control social y de la razón en un recurso descartable, los convoco a no resignar el conocimiento a la hora de tomar decisiones que ponen en juego nuestras vidas y las de quienes nos rodean. Vacunarse es un acto de afirmación del derecho a sobrevivir, a la salud y a la dignidad del acceso a los bienes que como especie hemos logrado construir entre todos y que no deberían tener dueño. Para equivocarnos siempre nos queda votar.
Por Daniel Flichtentrei.
Fuente Revista Anfibia: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/mi-vecino-es-antivacunas/
Fuente Revista Anfibia: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/mi-vecino-es-antivacunas/
No hay comentarios:
Publicar un comentario