El impacto de la desaparición no es igual para cada persona y cada
familia. Ese impacto se juega en el vínculo que se tenía con el ausente,
pero también depende de la edad en que ocurre la pérdida. Muchos niños
eran pequeños y no tienen un recuerdo propio, sino que lo han construido
o reconstruido desde el recuerdo de los adultos. Desde las imágenes y
fotografías disponibles, desde los relatos de otros. Hay una orfandad no
reconocida porque la familia no asume al padre como muerto. Hay una
viudez no nombrada porque la ausencia es vivida como si fuera
transitoria. Hay padres que perdieron a su hijo, pero toda la familia
intenta protegerlos con la esperanza de que, en cualquier momento,
volverá a la casa y estarán todos nuevamente reunidos.
La ejecución política con resultado de muerte, informada a la familia,
es vivida como una ausencia y una pérdida irreversible, se experimenta
lo inesperado como arbitrariedad, como injusticia ante el carácter
definitivo de los hechos. En muchos casos, fue precedida por la
desaparición que conmina moralmente a la búsqueda, pero las actuaciones y
respuestas del Estado devuelven el problema al familiar.
Las respuestas de las autoridades, negando toda responsabilidad y
conocimiento sobre la suerte de los desaparecidos, genera mucha angustia
en los familiares. Las respuestas de los tribunales, las intervenciones
del Gobierno y las búsquedas infructuosas forzaban a las personas a
vivir en un estado de alerta y ansiedad permanente. De esta manera, el
carácter moral y afectivo del vínculo con la desaparecida o el
desaparecido, así como su rol dentro de la familia (padre, madre,
pareja, hija o hijo, hermano o hermana), son elementos constitutivos de
la experiencia traumática secuencial.
Los familiares experimentan, durante un período que se ha hecho
interminable, la impotencia de enfrentarse a una situación muy penosa.
Si esperaban o creían que su familiar estaba vivo, debían asumir que
los había abandonado sin mediar palabra, lo cual afectaba la certeza de
los vínculos, generaba dudas acerca del afecto de esa persona –padre,
madre, esposo, esposa o hijo– y rabia, tristeza y desencanto, así como
una gran ambivalencia respecto de la búsqueda misma.
Si, por el contrario, se pensaba que la persona desapareció contra su
voluntad, que estaba secuestrada y no había indicio alguno de dónde
podría encontrarse, la angustia crecía con el paso de los días, temiendo
su muerte. Es, precisamente, la existencia de vínculos afectivos muy
próximos –ser pareja, hijo, hija, madre o padre– lo que genera un efecto
desquiciante en cada uno de los miembros de la familia.
Se produce un daño psicológico específico, que se origina y se
mantiene precisamente por el vínculo que se tiene con la persona y la
imposibilidad de conocer su paradero y destino final, por la
imposibilidad de cerrar la historia.
El impacto de la desaparición no es igual para cada persona y cada
familia. Ese impacto se juega en el vínculo que se tenía con el ausente,
pero también depende de la edad en que ocurre la pérdida. Muchos niños
eran pequeños y no tienen un recuerdo propio, sino que lo han construido
o reconstruido desde el recuerdo de los adultos. Desde las imágenes y
fotografías disponibles, desde los relatos de otros. Hay una orfandad no
reconocida porque la familia no asume al padre como muerto. Hay una
viudez no nombrada porque la ausencia es vivida como si fuera
transitoria. Hay padres que perdieron a su hijo, pero toda la familia
intenta protegerlos con la esperanza de que, en cualquier momento,
volverá a la casa y estarán todos nuevamente reunido
Ha sido frecuente que el hallazgo de cuerpos y el inicio de su identificación y reconocimiento sean
un desencadenante muy potente de sufrimientos, angustias y tristezas en
las familias: podría tratarse de su familiar.
Esta constatación permite verificar que lo que ocurre en la realidad
social y política tiene la capacidad de movilizar y alterar el mundo
interno y relacional de los familiares y sobrevivientes, subrayando el
doble carácter político y subjetivo de esta situación. El impacto, en
las familias, de la desaparición forzada de uno de sus miembros
constituye, en casi todos los casos, un trauma psicológico específico
que afecta a las vidas de las personas y las familias de manera
diferenciada. Un aspecto esencial es el sentimiento de vacío, ausencia y
pérdida sostenido en el tiempo y que no puede cerrar porque depende,
inevitablemente, del pronunciamiento de las autoridades sobre el destino
final de los desaparecidos.
Es decir, los procesos de duelo por la desaparición de un ser querido
están psicológica y moralmente interferidos e impedidos por muchos
factores. Entre ellos, se encuentran la falta de desenlace público; la
falta de reconocimiento de la existencia y de la desaparición de la
persona por motivos políticos; la prolongación por décadas de los
procesos judiciales que podrían establecer su muerte, su destino final y
su paradero; los obstáculos para que los familiares puedan enterrar sus
restos. La desaparición de los cuerpos en los ríos, en el mar o los
volcanes, o su destrucción por el fuego o la dinamita, con el propósito
de borrar las huellas del crimen, han agregado dificultades adicionales a
la constatación de la muerte. Otro elemento casi insuperable ha sido la
imposibilidad de identificar todos los restos encontrados en fosas
comunes o entierros clandestinos, a lo que hay que añadir la complejidad
de las identificaciones erróneas.
Es precisamente a partir de estas observaciones que se hace
indispensable volver a pensar sobre las condiciones de reparación (y sus
posibilidades efectivas) para los familiares de las víctimas, quienes
han vivido por décadas bajo la tensión de ese pasado de muerte con su
fuerte potencial destructivo sobre todos sus afectos y esperanzas. El
riesgo permanente ha sido destruirse bajo el dolor o resistir para vivir
y amar, trabajar y disfrutar en el presente y el futuro.
Es preciso diferenciar lo que ha muerto en cada persona en este largo
proceso, lo que se ha perdido y destruido, y rescatar lo que sostiene y
permite vivir. Ello implica poder mirar y mirarse desde otro lugar,
mirar la propia vida y el pasado político, social y personal, y entender
y asumir los dilemas y pérdidas de este largo proceso. La posibilidad
de "rehacer la vida" implica asumir la dimensión irreparable de la
pérdida de ese ser amado. No obstante, es indispensable ir más allá de
la dimensión privada, porque es una pérdida que se produce en un
contexto político que afecta a los familiares y a la sociedad.
Reconocer ambas dimensiones posibilita "volver a vivir" y contribuir a
la construcción de una convivencia democrática sobre la base del
reconocimiento de lo ocurrido y de la justa reparación de las víctimas,
pero también requiere la condena del crimen y de los responsables, así
como el rechazo moral y político de la violación de los derechos humanos
como recurso del poder, para asegurar que estos hechos no se repitan
Por Elizabeth Lira.
Fuente El Mostrador: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/08/30/vacio-ausencia-y-perdida-una-experiencia-subjetiva-sobre-desapariciones-forzadas/
Fuente El Mostrador: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/08/30/vacio-ausencia-y-perdida-una-experiencia-subjetiva-sobre-desapariciones-forzadas/
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