¡Qué importan los hechos!
Santos Julia
¿Lo sucedido en Rusia entre febrero y octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de Estado que impuso un partido único? La respuesta a esa pregunta ha provocado un debate que dura 100 años.
Santos Julia
¿Lo sucedido en Rusia entre febrero y octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de Estado que impuso un partido único? La respuesta a esa pregunta ha provocado un debate que dura 100 años.
Era un día de marzo de 1917. Vladímir Lenin acababa de recibir la noticia de que en Rusia había estallado por segunda vez una revolución y llama a su camarada y amigo Giorgi Zinoviev, con quien vaga durante
horas y horas por las calles de Zúrich comentando los acontecimientos.
No cabía duda: lo ocurrido era repetición de 1905, cuando se formó un
Gobierno de constitucionalistas y demócratas, y un sóviet con mayoría de
mencheviques y conciliadores, que acabó derrotado por la reacción.
Ahora, 12 años después, el fin de aquella revolución no podía repetirse.
Obsesionado por regresar a Rusia, Lenin aceptó los buenos oficios de un
socialdemócrata suizo que consiguió del Gobierno alemán la autorización
para que un grupo de 32 exiliados atravesara el imperio en un vagón
vigilado por una pareja de policías que no permitió entrar ni salir a
nadie en los tres días que duró el largo viaje hasta Sassnitz, al norte
de Alemania. Y de allí, en barco y en tren, a la estación Finlandia, en
Petrogrado.
Al día siguiente de su llegada, le visita una delegación de
bolcheviques, miembros de la conferencia panrusa de los soviets que
acaba de clausurar sus sesiones. Antes de regresar a sus ciudades
quieren oír a Lenin, que se presenta con su esposa en el palacio de
Táuride, antigua sede de la Duma y ahora cuartel general del soviet,
donde va desgranando, ante un auditorio expectante, una a una sus diez
tesis de abril, que podrían resumirse en tres: ningún apoyo al Gobierno
provisional, paz, pan y tierra para los campesinos, todo el poder a los
soviets. Voces, gritos, mientras el presidente de la conferencia, el
menchevique Nikolái Chjeidze, se hace oír por encima del tumulto: “Lenin
ha hecho suyas las palabras de Hegel: ¡Qué importan los hechos! (…) Se
quedará solo, fuera de la revolución”.
¿Fue lo que vino después una revolución social, en la que una clase
social consciente, el proletariado, con el apoyo del campesinado, se
hizo con el poder para transformar la sociedad destruyendo a la nobleza y
a la ascendente burguesía? ¿O fue un golpe de Estado, que liquidó las
primeras conquistas democráticas de la revolución para imponer por medio
del terror el poder de un partido único? Se comprende que dada la
magnitud de lo sucedido de febrero a octubre de 1917, y de sus
consecuencias para la historia del siglo XX, las respuestas a estas dos
preguntas hayan dado lugar a inmensas esperanzas, largos peregrinajes y
fuertes debates en los que han participado toda clase de escritores,
científicos sociales, memorialistas, políticos, centros universitarios,
alianzas de intelectuales, deslumbrados por el fulgor de la revolución o
nostálgicos por su final destino.
Para
muchos, incluso conspicuos socialistas fabianos, como Sidney y Beatrice
Webb, la URSS surgida de la revolución era la civilización del futuro,
la liquidación del terrateniente y del capitalista, el fin del
desempleo, una producción al servicio de las necesidades humanas, un
nuevo mundo que alumbraba frente a la vieja y caduca sociedad burguesa. A
otros, como a André Gide, los atrajo el anticolonialismo y el
pacifismo, con la promesa de fundir individualismo y comunismo,
internacionalismo y raíces francesas, mientras André Malraux se siente
fascinado por su eficacia más que por una justificación intelectual o
moral, a diferencia de Stephen Spender, para quien el fascismo ejerce
una moralidad de violencia y de avidez que es la moral misma del
capitalismo con el que es preciso acabar. En todo caso, estos compañeros
de viaje, y tantos otros, como Rolland, Eluard, Mann, Gorki, Shaw, que
se encuentran en los congresos internacionales de escritores por la
defensa de la cultura, con sus discursos, lecturas de poemas, agasajos,
reconocimiento de los obreros por la calle, se incorporan con su
compromiso a un mundo que rebosa sentido. Se sienten parte de una
vanguardia, parteros de la historia, constructores del hombre nuevo.
La primera ruptura se producirá en torno a la posibilidad misma de
emitir un juicio sobre la URSS. Ya en el primer congreso se manifestó
cierta angustia por las dudas sobre la asistencia de Gorki y de Babel.
Pero lo que ahí fueron dudas, en el segundo será ya una clara división
ante las críticas a Gide, que en su Retour de l’URSS no calla lo que ha
visto —un mundo uniforme, unas gentes pasivas— y a quien se vilipendia
como monstruo fascista, burgués decadente autoconfeso. La segunda
ruptura vendrá inmediatamente después, con el grupo de escritores que
denuncian la deriva de la revolución desde que Stalin ha eliminado
físicamente a toda la vieja guardia bolchevique y cae la Oscuridad a
mediodía —como fue el título original de Arthur Koestler— seguida,
después de la guerra, por El Dios que cayó, con artículos del mismo
Koestler, con Gide, Ignazio Silone, Spencer, Richard Wright y Louis
Fischer, que señaló como el Waterloo del Partido Comunista la
intervención de la policía secreta para poner fin a los debates
políticos. Había nacido el amplio mundo de los excomunistas.
La Guerra Fría redefinió el tipo de compromiso de quienes no condenaron ni defendieron
la obra de Stalin, aunque trataron de justificarla con la denuncia de la
moral establecida. Jean Paul Sartre afirma que la violencia comunista
era el humanismo proletario, la justicia sumaria de la historia. Y
Francis Jeanson, gerente de Les Temps Modernes y crítico de Camus,
confiesa estar, a pesar de sus métodos, con el movimiento estaliniano,
porque “no sabemos si no será necesario que la acción revolucionaria
transite por esos caminos antes de poder instalar un orden social
humano”. Aunque quizá el más tremendo testimonio que nos llega de aquel
pasado sea el del humanista Maurice Merleau-Ponty que en su Humanismo y
terror, partiendo del supuesto de que los comunistas encarnan la
conciencia y los intereses del proletariado, única fuerza
revolucionaria, considera que las purgas y los procesos no solo fueron
táctica y estratégicamente sabios, sino históricamente justos. Una
revolución, escribió Merleau-Ponty, no define el delito según el derecho
establecido, sino según el de la sociedad que pretende instaurar.
Nikolái Bujarin sufrió en su carne la atrocidad de este principio.
De Bujarin y la revolución trató Stephen Cohen en una estupenda biografía argumentando que si sus ideas
se hubieran llevado a la práctica, la revolución habría dado lugar a un
socialismo democrático, pacífico, libre de terror. Lástima para la
revolución que en 1929 Stalin ganara la partida, cerrando la vía a lo
que más tarde se llamó socialismo de rostro humano, una conclusión con
la que no estuvo de acuerdo Richard Pipes en su monumental historia. Fue
en febrero, según Pipes, cuando aconteció la verdadera revolución; lo
de octubre fue un golpe de Estado, ejecutado por un partido político que
de inmediato recurrió al terror para consolidar su poder. Todo lo que
vendría con Stalin estaba ya en Lenin, de manera que no cabe pensar en
otro curso posible de la historia: el enemigo es ahora como fue desde el
principio, una tesis muy oportuna para la elaboración de políticas
propias de la Guerra Fría.
El año 1989 marcó, en todo caso, con el hundimiento de la Unión
Soviética, el fin de una ilusión, según constató François Furet, sin
dejar ningún legado: de todo lo construido en el orden institucional no
queda nada en pie, escribió. Quedaba quizá el sueño de la revolución, y
de los días de triunfo y fraternidad, que Eric Hobsbawm seguía abrigando
años después, a pesar de que su predicción de que toda la humanidad
habría de entrar por las puertas de la historia abiertas por Lenin
resultó una gran fábula. Su romance del comunismo, por decirlo con Tony
Judt, se había desvanecido en el aire, y de la revolución no quedó ni el
homo sovieticus, como bien muestran los estremecedores relatos que
Svetlana Aleksiévich recogió a modo de epitafio y fin de la experiencia
comunista.
¿Fin, pues, de la revolución? La penúltima ocurrencia suscitada por la de 1917 es de Slavoj Zizek cuando evoca al Lenin que acaba de triunfar en la guerra civil y ordena el repliegue de la Nueva Política Económica. Los comunistas que preservan su fuerza y flexibilidad para comenzar una y otra vez desde el principio nunca mueren, escribe Lenin en 1922. Para no ser menos, sostiene Zizek que, en términos kierkegaardianos, los procesos revolucionarios no entrañan un progreso gradual, sino un movimiento repetitivo, comenzar desde el principio una y otra vez. Y esto es a lo que estaríamos obligados después de ese “desastre oscuro” que fue 1989. Oscuro será para Zizek, que no quiere verlo, porque qué importan los hechos si lo que hay que mantener bien sujetos en la memoria son “los momentos sublimes” de la revolución como marco general que debe ser superado comenzando una y otra vez desde el punto cero.
Tal es, en síntesis, la “hipótesis comunista” elaborada por Alain Badiou, que no oculta los hechos, simplemente los da como no pertinentes: si la revolución y el comunismo se han revelado como una forma de transición, tardía y particularmente cruel, del feudalismo a la más rapaz versión del capitalismo, peor para los hechos. Hay que comenzar una y otra vez de cero para que el espíritu de Hegel no nos pille dormidos cuando de nuevo emprenda el vuelo anunciando otro amanecer que canta.
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