Un libro publicado por el Instituto Interamericano para la Democracia, con sede en Miami, y la Federación Interamericana de Abogados de Washington, D.C. pone al descubierto algunas de las peores sentencias del Poder Judicial de Ecuador, después de su reforma de 2011 - 2013. El libro es una nueba muestra del trabajo que queda por delante para lograr un Poder Judicial auténticamente independiente del gobierno e imparcial en las decisiones judiciales que adopta.
El libro compila seis estudios de casos de violaciones de los derechos
humanos en Ecuador cuyo denominador común—tal como sugiere el título—son
los Fallos judiciales que violan derechos humanos en Ecuador.
Los seis casos fueron seleccionados por algunos de los académicos más
prestigiosos del Ecuador en materia de Derecho constitucional, penal y
materias conexas. En cierto modo, estos casos constituyen una
actualización del estudio de casos realizado por Luis Pásara en su
informe de 2014 para DPLF sobre la Independencia judicial en la reforma de la justicia ecuatoriana.
Los casos ilustran cómo el gobierno ecuatoriano ha logrado convertir al
Poder Judicial en un fiel aliado en su represión de toda disidencia, o
siquiera crítica, de la línea política oficial. En el caso de los “Diez
de Luluncoto”, el gobierno consiguió que los tribunales avalaran la
detención y sanción de diez jóvenes que estaban planificando una marcha
de protesta indígena con el argumento de estar planificando “atentados
terroristas”, algo absurdo en las circunstancias concretas del caso, que
versaba sobre una marcha pública y pacífica. En el caso de Sebastián
Cevallos se profirió una condena penal por haber enviado un tuit en
que insinuó que una alta funcionaria pública había obtenido su cargo
gracias a sus conexiones familiares, y no a través de un concurso
público tal como exige la ley ecuatoriana. En otra sentencia
sorprendente, Francisco Endara fue condenado criminalmente “por
aplaudir”—literalmente—durante unas protestas contra el gobierno, en
aplicación del delito de “paralización de servicios públicos”. El libro
también recoge el caso de los “29 de Saraguro”, en que dos personas
indígenas fueron condenadas a cuatro años de prisión por organizar una
manifestación indígena en la carretera Panamericana. El caso de los
medios de comunicación TC y Gamavisión ilustra cómo el gobierno expresó
públicamente su crítica a la absolución penal de los dueños de dichos
medios, destituyeron a los jueces, y pusieron otros nuevos jueces,
amigos del Presidente, que condenaron a los dueños a ocho años de
cárcel. La misma injerencia hubo en el caso de los doce estudiantes del
Colegio Central Técnico. Si bien, al inicio, tanto la fiscalía como la
juez competente no veían delito alguno en organizar una protesta pública
contra el cambio de nombre su colegio, el Presidente de Ecuador
personalmente ordenó a la juez que se revocara esta decisión y que los
estudiantes fueran sancionados penalmente por su manifestación. Dos días
más tarde, la fiscalía reanudó el juicio y los jueces condenaron a los
estudiantes por el delito de “rebelión”.
La lectura de estos casos, que hablan por sí mismos, sugiere que en América Latina
ha nacido una “nueva generación” de violaciones de los derechos humanos,
que son las que se producen esencialmente dentro de los aparatos
judiciales de los Estados. Los gobiernos o autoridades que desean causar
daños a una persona formulan “cualquier” tipo de acción judicial en
complicidad con fiscales y jueces a su servicio. Una vez iniciado el
procedimiento, la ineficacia y la falta de independencia de las
estructuras judiciales en algunos países de América Latina, como por
ejemplo en Ecuador, destruyen la vida y la dignidad de sus víctimas. Los
tribunales de justicia se han transformado así en cómplices de
gobernantes abusivos y autoridades públicas corruptas.
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