Con el teléfono en la mano, Enrique aprieta cada uno de los números que le dicta su mujer. "011-91-81... -repite en voz
alta para corroborar que la marcación es la correcta"-.
La habitación está en silencio, y sólo el vertiginoso tac-tac de los dedos del salvadoreño presionando las teclas diluye algo
la tensión del momento. A continuación, el primer tono. Luego el segundo, el tercero... Así, hasta que contesta la misma irritante
voz enlatada: "You have reached a non working number –anuncia en inglés- Please check the number, and call again".
Decepcionada, Karla deja escapar un suspiro: siguen sin noticias de Daniel y Alejandro, sus hijos de 11 y ocho años que vienen
con un coyote desde El Salvador, para cruzar ilegalmente a Estados Unidos. Allí, en una ciudad de la costa atlántica de EU,
la familia busca reunirse después de ocho años en los que Enrique no ha visto crecer a su hijo mayor ni tampoco al menor,
al que dejó con tres meses y sólo conoce por las videollamadas de Facebook. Pero hasta ahora –comenta el padre de familia-,
lo único que saben es que los niños siguen en México. O al menos, eso les aseguró en su última comunicación el traficante
en quien pusieron en sus manos toda su esperanza y también diez mil dólares para que los lleve a casa.
"México es lo más duro del camino. En la frontera de Estados Unidos no es tanto el riesgo; es solo cruzar el río. Pero allí
hay muchos traficantes de niños y de personas", dice Karla con la voz cansada de quien sabe de qué habla, pues ella
también hizo el mismo viaje hace tan solo un año y medio para reunirse con su marido.
Además de los tratantes de niños y mujeres, y los cárteles que minan el territorio mexicano, el matrimonio asegura que también
es consciente que cruzar México es mucho más complicado hoy que hace ocho años debido al endurecimiento de las prácticas
de detención, especialmente en la frontera sur. Allí, precisamente, en el primer intento de llegar a Estados Unidos,
los dos hermanos fueron capturados por la policía hace menos de un mes y pasaron quince días en la estación migratoria Siglo XXI
de Tapachula, considerada por organizaciones de la sociedad civil como "la cárcel de migrantes más grande de América Latina".
A pesar de todo, Enrique lamenta que no tienen alternativa. Por lo que agarra el teléfono y comienza a presionar las teclas
de otro número que le dicta su mujer.
El coyote y el teléfono son ahora su única esperanza
Parte 2. México rescata miles de niños migrantes para meterlos en las cárceles.
"Necesito salir de esta celda".
La frase escrita en un pedazo de cartulina es de un niño migrante centroamericano. Él es un número más en las estadísticas oficiales. Otro de los 9 mil 630 menores de edad –o "eventos", como los llama el Instituto Nacional de Migración (INM)- que fue detenido según las estadísticas oficiales de México en el 2013, y que espera su turno en la Estación Migratoria siglo XXI de Tapachula para
ser expulsado.
Su sueño de dejar las calles de El Salvador, Honduras o Guatemala, para reunirse con su familia en Estados Unidos, o para buscar oportunidades lejos del acoso de las pandillas, tendrá que seguir esperando. Mientras tanto, como muchos otros niños que según
la ley mexicana deberían canalizarse a un albergue del DIF y no a un centro de detención, pasa las horas sin saber qué hacer. Deprimido, viendo el mismo DVD que repiten una y otra vez en el pequeño módulo infantil que hay en la estación, y desesperado porque nadie le explicó qué 'delito' cometió para estar en un reclusorio donde hay celdas y las camas son de cemento.
"Yo quiero tener papeles en México para andar libre", escribe otro niño en la cartulina que el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, una organización de la sociedad civil de Tapachula, le entregó para que expresara su sentir en el interior
de la estación. A él tampoco le dejaron hablar por teléfono con sus familiares para avisarles de que lo detuvieron en uno
de los múltiples retenes que hay en la frontera sur. Ni le han explicado que tiene derecho a pedir refugio porque fue testigo
de cómo mataban a balazos a su hermano en la colonia de la que pretende huir, ni tiene la más remota idea de lo que significa
las siglas de la COMAR, la Comisión Mexicana de Ayuda para el Refugiado. Como el resto, está aburrido por el día y triste por
la noche. Le han ordenado que no lo haga, pero al caer la tarde llora porque no lo dejen salir de ese lugar en el que pasa frío
cuando duerme.
Mientras todo esto sucede dentro de las estaciones migratorias, el gobierno de México distribuye boletines que anuncian múltiples "rescates" de niños, niñas y adolescentes, a los que dice haber liberado de una pesadilla segura a manos de traficantes de personas.
A pesar de que él también fue "rescatado" por el INM, otro niño escribe en la cartulina: "No maté a nadie para estar encerrado"
Parte 3. Los menores migrantes a los que México niega el "sueño mexicano".
Decínos de qué pandilla sos o te matamos".
Reinaldo siente el tacto frío de un machete dándole golpecitos en la parte trasera del cuello, a la altura de la nuca.
"Solo soy un civil que busca trabajo –siente que la voz le tiembla-. Juro por Dios que no soy de ninguna pandilla".
"Mirá, decinos de qué pandilla venís o te vamos a asesinar", le repite con calma fría uno de los once pandilleros
que lo rodean en el patio de su casa.
Aunque nunca ha formado parte de ninguna mara, Reinaldo sabe por qué están allí aquellos tipos armados: acaba de mudarse
con su mujer y sus tres hijos a la colonia donde vivió sus días de infancia –en ese lugar compartió juegos con algunos
de esos jóvenes que ahora lo amenazan-, pero no ha pedido permiso a los líderes de la pandilla para volver a instalarse.
Error fatal.
Máxime cuando la colonia vive un auténtico fuego cruzado entre "dieciochos" –Barrio 18- y la Mara Salvatrucha –MS13-.
Pandilla que, en su búsqueda paranoica de espías y enemigos, también amenazaría al hijo de Reinaldo con hacerlo "pedacitos"
si no le daba información de un primo que creían de la mara contraria, lo que obligó a toda la familia a huir de El Salvador
para buscar refugio en México.
"Llevémoslo ahí arriba –dice otro de los pandilleros de la MS13 que apunta hacia una montaña-. Allá lo vamos a hacer picadillo".
De camino al cerro los mareros le quitan la ropa, el dinero, el celular, y con los calcetines le amarran las manos hasta dejárselas moradas y adormecidas. Entonces, comienzan los golpes y la tortura. Reinaldo implora por su vida. "Que sea la voluntad
de Dios –se dice lamiendo el sabor oxidado de la sangre cayéndole por la comisura de los labios-. Si me tienen que matar aquí,
que me maten. Lo siento por mis hijos que no los veré crecer".
En lo alto de la montaña, le amarran también los pies y lo ponen boca abajo. "¿Qué venís a hacer, a qué te han mando.
De qué mara sos?", la boca negra y sin fondo de una pistola apoyada en la sien le echa el aliento.
El marero se impacienta.
Corta cartucho.
"Os juro que no conozco a nadie –repite entre sollozos-. Mis abuelos tienen setenta años de vivir en la colonia.
Yo he chineado (cargado en brazos) a algunos de ustedes, ¿por qué me quieren joder ahora?".
De inmediato, el de la pistola se levanta. Lanza una mirada a otro de los mareros y le dice que llame a alguien.
"No sé qué fue lo que les hizo cambiar –Reinaldo señala hacia el cielo-. Pero de pronto, el del teléfono llamó al de la pistola
y le ordenó que me soltaran".
"Si te encontrás una patrulla decíle que venís de una fiesta –le viene advirtiendo el pandillero que lo escolta desde el cerro hasta
una carretera-. No vayas a estar diciendo que nosotros te hemos llevado, porque entonces vamos a tomar represalias contra ti
y contra tu familia".
Al llegar a la carretera, el tatuado le vuelve a mostrar el filo del machete y le hace un gesto despectivo con la barbilla: "Ahora, andáte".
Después de esta entrevista, los hermanos Daniel y Alejandro van a ser secuestrados en México.
Pero eso será dos días más tarde, porque ahora estamos en El Salvador, en una de las zonasmás castigadas por la Mara Salvatrucha y su némesis, el Barrio 18; pandillas que dominan a base de balazos el triángulo norte de Centroamérica, y cuyas prácticas criminales han provocado que El Salvador, junto con Honduras -que lidera la lista-, se encuentre entre los cuatro países más peligrosos del mundo, de acuerdo con un informe de la oficina de la ONU contra la Droga y el Delito.
Aquí, en un municipio del departamento de Sonsonate, crecieron Daniel y Alejandro, de 11 y ocho años, respectivamente. A pesar de su corta edad, ambos conocen a su padre, Enrique, sólo por las videollamadas de Facebook, ya que éste migró a Estados Unidos hace más de ocho años, mientras que su madre, Karla, también se fue para el Norte hace un año y medio. Por lo que los hermanos, tras recibir malos tratos tanto físicos como psicológicos de un familiar que los custodiaba en primera instancia –además de no alimentarlos bien, discriminaba a Daniel por su tono de piel morena-, están a cargo ahora de otra tía, una joven de 22 años. Con ella viven en una casa a medio construir de fachada de cemento, lisa, y sin pintura. Decorada, eso sí, con grandes arcos –muy al estilo de las viviendas estadounidenses- que forman ventanales desnudos de cristal y montura, por los que se cuela el murmullo de las campanas de una iglesia cercana a esta colonia en la que, al caer la tarde, los vecinos se imponen un toque de queda por miedo a los pandilleros.
Ya es mediodía. Y el repique de campanas de la iglesia, a la que llegan los fieles a encender veladoras a San Antonio para que custodie a los migrantes en su camino hacia el Norte, comienza a cesar muy lentamente hasta perderse en la nada.
Daniel toma una silla, y observa a su tía mientras ella mueve con gestos eléctricos la flechita el cursor por la pantalla de una computadora portátil. Hoy la señal de internet no es buena, lamentan. Y la videollamada tendrá que esperar. El joven apoya entonces la barbilla sobre su mano y aburrido guarda silencio. Está tranquilo, dice. Porque la llamada importante ya la hizo el día anterior, cuando comunicó a sus padres que, tras pensarlo mucho, él y su hermano tomaron una decisión: a pesar de que aún tienen los nervios destrozados de la primera experiencia, cuando pasaron más de 15 días presos en una estación migratoria de México, van a intentar cruzar la frontera de Estados Unidos por segunda vez.
Ahora solo es cuestión de esperar unas horas más a que el ‘guía’, al que Enrique y Karlaacordaron pagarle 10 mil dólares, pase a por ellos.
Aún no lo saben, pero a los hermanos les queda por delante un camino de más de cinco mil kilómetros en el que tendrán que atravesar ríos en balsas, viajar escondidos en coches y autobuses, bordear múltiples retenes de seguridad –y pagar mordidas a los que no se puedan evitar-, y atravesar territorios minados por los cárteles del narcotráfico, como Tamaulipas, donde Los Zetas son los amos del paso en la frontera.
Y todo, para cruzar a una nueva vida en Estados Unidos. Donde además de todo lo anterior, la Border Patrol los estará esperando para poner fin al sueño de reunirse con sus padres, justo cuando más cerca estarán de lograrlo.
Fuente Animal Político: https://readymag.com/animalpolitico/33897/2/
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