Paulo Malhães, jefe de inteligencia e ícono de la represión carioca, dio un testimonio espeluznante ante la Comissão da Verdade de Rio de Janeiro. Asesinado poco después de hablar, documentos hallados en su casa dan cuenta de su protagonismo en la persecución e infiltración de Montoneros en Brasil.
Entre el Mundial y la reñida elección presidencial, 2014 fue un año intenso para Brasil. Lo fue también para la Comissão da Verdade de Río de Janeiro: empezó, entre febrero y marzo, con el testimonio de Paulo Malhães, coronel retirado e ícono de la represión carioca. Y terminó con el hallazgo, en su residencia familiar, de documentación clave para auscultar la Operación Gringo, apéndice brasileño de lo que se conoce como Plan Cóndor. Así como el descubrimiento de los “Archivos del Terror” de la dictadura de Stroessner (encontrados en Paraguay, en la década del noventa), trajo pruebas documentales sobre la coordinación entre los servicios de inteligencia del Cono Sur, los polvorientos papeles recuperados de un ropero del coronel Malhães echan nueva luz sobre la sombra de una historia silenciada.
Brasil está lejos de Argentina en materia de juicios por delitos de lesa humanidad, pero es el país latinoamericano que más avanzó en la política de recuperación de archivos, como han mostrado los sucesivos informes del Consejo Internacional de Archivos.1 Doce estados brasileros lograron abrir los acervos de las DOPS (Delegacias de Ordem Político e Social), ahora en manos de archivos y bibliotecas públicas, mientras que otros fondos documentales de los servicios de información de la dictadura fueron a parar a la sede que el Archivo Nacional tiene en Río de Janeiro.
El 25 de marzo de 2014, el coronel Malhães llegó, con la ayuda de una silla de ruedas, hasta el auditorio de esa misma sede del archivo. Lucía un elegante saco beige y una camisa violeta, sin corbata. Lentes de sol con armazón dorado le cubrían los ojos, aunque las gafas, en marrón claro degradé, insinuaban la mirada del torturador. “Pretendo ser muy breve”, dijo Malhães al comenzar su testimonio de casi tres horas de audiencia pública en la Comissão da Verdade carioca.
Romper el pacto de silencio
En Brasil, la Comisión Nacional de la Verdad se puso en funcionamiento en la mitad del gobierno de Dilma Rousseff, con una ceremonia a la que asistieron todos los presidentes postdictatoriales: Sarney, Collor de Mello, Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva. Sin poder punitivo, el papel de la comisión es acopiar testimonios de víctimas y victimarios, identificar archivos, lugares donde funcionaron centros clandestinos de detención y tortura, así como datos que puedan ayudar a la identificación de restos mortales. Diferentes estados de la confederación siguieron el ejemplo del gobierno nacional e instalaron comisiones de la verdad, como hizo Río de Janeiro en 2013. Ese mismo año, la Comisión Nacional elaboró una lista de alrededor de cien militares retirados que prestaron servicio en los órganos represivos de la dictadura. Fueron convocados a dar testimonio, con magros resultados: muchos se acercaron acompañados de abogados para repetir como mantra la frase “nada a declarar”. Malhães fue de los pocos que rompieron el sólido pacto de silencio.
Era la tercera vez que hablaba ante miembros de la Comisión en el lapso de pocos días. Las dos primeras entrevistas, el 18 de febrero y el 11 de marzo de 2014, habían sido sin periodistas y sin cámaras, en su residencia, registradas apenas por un grabador cada tanto apagado por expreso pedido del viejo militar. Casi veinte horas de grabación de un testimonio que la Comisión publicó después de su muerte, en un documento de más de doscientas páginas.2 En la audiencia pública del Archivo Nacional, no aceptó la presencia de espectadores. Con esa prohibición quedó afuera la historiadora Inés Etienne Romeu, única sobreviviente del centro de detenciones y torturas que Malhães lideraba en los años de la dictadura. Permitió, en cambio, que los periodistas lo filmaran, siempre que no hicieran preguntas.
El tono de voz era desafiante. Empezó diciendo sentirse indagado “casi en la condición de reo”. Le respondieron que la Comisión no tenía poder punitivo. Pidió hacer un preámbulo antes de recibir preguntas, un monólogo sobre las diferencias entre el pasado y el presente. Casi no dirigía la mirada a la mujer que lo entrevistaba, como queriendo convertir esta audiencia pública sin público en un duelo caballeresco, una lucha de esgrima discursiva y gestual. Un ritual de honor masculino. Así, con la mirada fija en José Carlos Dias (exministro de Justicia y miembro de la Comisión) se sacó las gafas y dijo, siempre conjugando los verbos en singular: Permítame sacarme los anteojos para mirarlo a los ojos y que usted pueda verme a los ojos también.
Quién fue el jefe de La Casa de la Muerte
Paulo Malhães era, entonces, coronel retirado de las fuerzas armadas brasileras y ex integrante del Centro de Informaciones del Ejército (CIE) en su sede de Río de Janeiro. Este servicio de inteligencia tuvo un papel central en la represión clandestina durante la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985. Al momento de la declaración, Malhães tenía 76 años y vivía en una chacra en Nova Iguaçu, municipio de la región metropolitana de Río de Janeiro conocido como la “capital de la Baixada Fluminense”. Comenzó su carrera en el Ejército brasilero, sirviendo en una unidad de caballería de Pirassununga, en San Pablo. Poco después del Golpe, lo llamaron para hacer un curso de inteligencia en el Fuerte de Leme, playa de Río de Janeiro. Entonces se convirtió en una figura destacada del CIE.
El nombre de Paulo Malhães aparece en la memoria de la represión asociado a un centro clandestino de detenciones: la Casa de la Muerte o Casa de Petrópolis. A poco más de sesenta kilómetros de Río de Janeiro, Petrópolis –“ciudad de Pedro”- tiene una historia señorial, atada al destino del Imperio y a los caprichos del emperador. Ubicada en la región serrana fluminense, camino a Minas Gerais, Don Pedro II la convirtió en la capital veraniega del Imperio, para evitar el calor y las epidemias. En la segunda mitad del siglo XIX, más de cuarenta veranos vieron migrar al emperador, su familia y la corte, desde Río de Janeiro hacia el Palacio que hoy – con el nombre de Museo Imperial– guarda la corona y las joyas más preciadas del segundo reinado.
Los militares del CIE eligieron este paraje calmo, de clima ameno y vegetación frondosa para levantar un laboratorio de represión clandestina. Allí llevaron detenidos, torturaron, asesinaron y ejecutaron una técnica de desaparición de cuerpos que Malhães explicó con detalles sórdidos a la Comissão da Verdade. Los cadáveres mutilados, sin dedos ni dentadura para evitar la identificación, eran arrojados en bolsas impermeables a los ríos de la región serrana.
-¿Cuántos hombres y mujeres mató? -le preguntó Dias a Malhães.
-Tantos como fueron necesarios.
Imperturbable en su cadencia, Malhães reveló la mecánica de los interrogatorios a presos políticos, las torturas y las desapariciones de cuerpos. La forma “correcta” –dijo– era arrojarlos a los ríos, porque el mar los devolvía a la costa. Muchas veces la risa irrumpió en el testimonio, inclusive en los momentos más escabrosos. Le mostraron fotos de desaparecidos para reconocerlos como detenidos en la Casa de Petrópolis. Hojeó el dossier con manos trémulas y gestos de indiferencia. Lo devolvió al ver el rostro de una mujer. Aclaró que siempre evitaba interrogar mujeres y hombres homosexuales. Para Malhães, torturar mujeres era inútil. Creía que no delataban a sus seres queridos, mientras que los hombres –salvo que fueran gays– lo hacían a las pocas horas de tormentos físicos.
¿Venganza?
El testimonio de Malhães reafirma, en la voz de un perpetrador, lo que siempre denunciaron los organismos de derechos humanos: que la tortura y la desaparición de cuerpos era una política de Estado. El coronel retirado hablaba como un ejecutor de órdenes, un verdugo voluntario y convencido. Malhães era consciente de los riesgos de abrir la boca. Cuando le preguntaron quiénes eran los encargados de ejecutar a los detenidos en la Casa de Petrópolis, se negó a dar nombres. No quería –expresó- poner en jaque a varios militares “amigos”. Entre risas, declaró que no se consideraba tan “especialista” en el rubro de quitar vida y mutilar cuerpos, que había otros mejores. ¿Por qué no dar nombres de verdugos ni de víctimas habiendo revelado los crímenes?
-Porque implica una serie de otras sanciones.
-¿Cuáles? ¿Miedo de venganza?
-Sí. No en mí. En mis hijos.
Malhães tenía en aquel momento cinco hijos y ocho nietos. Ninguno sabía detalles de su vida como torturador hasta escuchar los testimonios. Se había retirado del Ejército con 48 años, poco después del retorno de la democracia. Trabajó en seguridad de empresas de ómnibus y, en su chacra, puso un criadero de perros y otro de loros de raza. El coronel prefería mantener a la familia al margen de su pasado represor para protegerla de eventuales venganzas. Pero nada pudo hacer para evitar que esa venganza cayera sobre él. El 25 de abril de 2014, exactamente un mes después de la audiencia pública, apareció muerto en su casa de Nova Iguaçu. Fabio Salvadoretti, comisario de la División de Homicidios de la Baixada Fluminense, estuvo en el lugar del crimen y aseguró que el cuerpo de Malhães tenía manchas azuladas que sugerían muerte por asfixia.
La viuda explicó a la policía que alrededor de las 13 horas, volvía con su marido de la ciudad. Al entrar a la chacra fueron interceptados por tres hombres que habían invadido la casa. Después de encerrarla a ella en un cuarto y en otro al casero, estuvieron cinco horas en el lugar. Antes de irse, le avisaron que su marido estaba muerto y huyeron llevándose 700 reales, joyas de poco valor, dos computadoras, dos discos rígidos y nueve armas de colección.
Pocos creyeron en la existencia de un asalto común. Los miembros de la Comissão da Verdade agitaron, casi en unanimidad, la hipótesis de “quema de archivos”, como se le dice en Brasil al robo de documentos para ocultar pruebas. Abona esa hipótesis el rumor de la visita de dos militares, que estuvieron en la casa días antes del asesinato. No sería el primer caso en Brasil, desde que la presidenta Dilma sacudió el gallinero del olvido al crear la Comisión Nacional de la Verdad en 2011. Otro coronel retirado del Ejército, Julio Miguel Molinas, fue asesinado en su casa de Porto Alegre en noviembre de 2012. Aunque la policía gaúcha negó la relación entre su muerte y la actuación de Molinas en los aparatos de represión de la dictadura militar, hubo denuncias sobre robo de documentación que el coronel guardaba en su domicilio.
La existencia de documentos clave en casas de represores es un secreto a voces que cada tanto sale a la luz. Su hallazgo, uno de los anhelos de las comisiones de la verdad, junto al reclamo por la apertura de los archivos de las fuerzas armadas. Cuando parecía que el caso Malhães entraba en un cono de sombras, después de meses de agitación, hubo lugar para algo más. Según reveló el diario O Globo, el grupo de trabajo Justicia de Transición, creado por el Ministerio Público Federal en 2012 para investigar violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar, encontró en la chacra del coronel dos volúmenes con tapas negras, producidos por la Sección de Operaciones del CIE entre 1978 y 1979.
Operación Gringo
El primero, caratulado “Informe número 8/78 – Conferencia” consta de 111 páginas, mientras que el segundo –de 166 páginas– lleva el nombre de “Operación Gringo/Caco”.3 Al demostrar la estrecha colaboración entre los represores de Brasil y Argentina, estos papeles son considerados ahora una de las mayores pruebas documentales del Plan Cóndor, después del descubrimiento en Paraguay de los llamados “Archivos del Terror” en 1992. Según Justicia de Transición, la Operación Gringo fue un “brazo” del Plan Cóndor en Brasil.
En la audiencia pública, Malhães declaró que la historia del Plan Cóndor era una quimera, que al menos con ese nombre no existió. Pero reconocía la colaboración entre las dictaduras del Cono Sur y su propia actuación en la persecución de militantes de la agrupación Montoneros en Brasil. El coronel dijo que todo comenzó por una coincidencia. Miembros de la CIE hacían tareas de inteligencia cuando descubrieron que en el barrio de Botafogo circulaban varios argentinos. Según sus palabras, como los obreros de la represión no tenían “nada que hacer” en ese momento, Malhães pidió a sus subordinados que fueran a la calle y fotografiaran a todos los argentinos que se les cruzaran por el camino. El coronel guardó las fotos.
La telaraña de datos
Cuando los servicios de inteligencia de Argentina supieron que Montoneros estaba armando una base de operaciones en Brasil, entraron en contacto con el CIE. Malhães les mostró las fotografías y los represores argentinos le mostraron un papel con la estructura jerárquica de Montoneros. La hoja tenía cuadrados con fotos y nombres, muchos casilleros en blanco y algunos retratos tachados con una cruz roja. Eran los que ya habían matado. A Malhães, sin embargo, le inquietaron los casilleros en blanco. “¿Ustedes detuvieron tanta gente y no lograron llenar eso?”, preguntó. La respuesta fue tajante: “nosotros detenemos y matamos”. Fue entonces que descubrió graves falencias en el modus operandi de sus pares argentinos. Matar sin obtener información le parecía brutal. Les enseñó un método conocido como la araninha, una telaraña de datos para la reconstrucción de la estructura guerrillera. Y “así ellos terminaron con Montoneros, terminaron con el ERP, terminaron con todo”.
Los documentos encontrados en la casa de Malhães muestran que la colaboración del CIE con los represores argentinos fue mucho más allá de la enseñanza de la arañita. El dossier “Operación Gringo” revela que el CIE llegó a infiltrar un soplón en las reuniones del comando que Montoneros había armado en Brasil para planear la contraofensiva.
El nombre de la operación se debía al apodo del exsacerdote Elvio “Gringo” Alberione, una de las cabezas de Montoneros en tierra brasileña. Varios militantes argentinos cayeron en esta embestida trasnacional, en la que Malhães tuvo especial protagonismo. La última foto del periodista Norberto Habegger, hoy desaparecido, fue sacada en Río de Janeiro el 31 de julio de 1978. De acuerdo con las investigaciones de su hijo Andrés, que aparece en la foto vistiendo una camiseta de Flamengo, los represores brasileros lo entregaron a los argentinos. Algo parecido sucedió con Horacio Campiglia y Mónica Binstock, capturados en 1980 en el Aeropuerto Internacional de Galeão y llevados en un avión de carga hasta un campo clandestino de detención en Buenos Aires.
En la documentación hallada en Nova Iguaçu, se registran al menos catorce viajes secretos de Malhães al sur, uno de ellos tres días después de la desaparición de Campiglia y Binstock. El testimonio de Malhães deja entonces una ristra de valiosos indicios, pero también algunas omisiones significativas que el coronel iba a llevar a la tumba si su muerte violenta no hubiera abierto el polvoriento placard. Si en la casa había más informes secretos que involucraran a otros represores, si fueron robados y serán enterrados en el magma del silencio militar, es algo que acaso no sabremos jamás.
Diego Antonio Galeano es profesor del Departamento de Historia PUC/ Rio de Janeiro.
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