Cuando la República Democrática Alemana (RDA) celebró su 40º aniversario, nada anunciaba su desplome asombroso para unas semanas después. Un desfile marcial de decenas de miles de soldados en honor de las autoridades del partido único liderado por Erich Honecker,con asistencia de representantes del pacto de Varsovia y de decenas de países del mundo, parecía subrayar la naturaleza inconmovible del poder establecido por el campo socialista enfrentado a la OTAN en mutua amenaza nuclear. A lo más, se preveía un cambio de guardia tras la previsible jubilación de Honecker, pero ¿un hundimiento del sistema? Y sin embargo, más allá de la visión de los analistas de todo signo y de quienes pretenden tener una “visión científica de la historia”, esta se estaba moviendo decisivamente en el sentido de un cambio radical.
Ya había anuncios. Unos años antes, la anquilosada guardia vieja soviética había sido desplazada crecientemente por una nueva generación que buscaba renovar un sistema cuyos fundamentos empezaban a exhibir profundas grietas, que se revelaban aún más temibles cuanto más se averiguaba en ellas y se intentaban medidas de reforma. Las fallas del sistema, en realidad, más allá de las buenas intenciones de Gorbachov y sus seguidores, eran imposibles de enmendar sin echar previamente por la borda lo fundamental de la herencia soviética. Y la mantención del imperio soviético estaba más allá de las escuálidas fuerzas productivas de la URSS, sobre todo después de la aventura de Afganistán, tan costosa en vidas, recursos y moral.
¿Cómo hacer realidad la transparencia, la glásnost, en un sistema absolutamente cerrado y opaco, sin revelar y condenar los escandalosos e innumerables crímenes que marcaban la trayectoria del partido en el poder? ¿Cómo impulsar la reestructuración, la perestroika, de un sistema conservador y congelado, sin denunciar y combatir la presencia ubicua de la burocracia leal al partido? Parecían, y tal vez eran, apuestas imposibles, pero el mérito de la generación de Gorbachov es no haber retrocedido ante el desafío, ni haber cedido al conservadurismo, ni haberse convertido en cómplices de una herencia negra. Lo intentaron y, aunque fracasaron, abrieron paso a nuevas oportunidades de libertad frente a décadas de crimen y oscurantismo ideológico.
Y ese mismo año 1989, meses antes también se empezó a mover Polonia, una vez más. La dictadura militar establecida por Jaruzelski para salvar el sistema buscaba una salida política, y lo mismo buscaba la oposición democrática agrupada tras el perseguido sindicato Solidaridad. Llegaron así a un pacto: habría elecciones para el Parlamento, con una mayoría de curules garantizada para el partido único y sus aliados, pero con una proporción muy importante que serían disputadas electoralmente. El partido, que calculaba una apertura limitada bajo su absoluto control, no previó el resultado aplastante del 4 de junio de aquel año, cuando Solidaridad ganó todos los puestos elegibles, salvo uno, que fue para un independiente. El partido, hasta entonces único, se vio obligado a aceptar como primer ministro a un líder de Solidaridad.
Cuando Honecker presidía la celebración de los 40 años de la RDA sin mostrar el menor ánimo de dar paso a una renovación, Gorbachov le lanzó una advertencia en el propio Berlín: los que no se atreven a cambiar serán barridos por la historia. Tal vez no era consciente de todo el alcance de sus palabras, pero no se equivocó en su sentido fundamental. Semanas después, un creciente problema de emigración a occidente a través de Hungría escaló a un desafío liderado por grupos pro derechos humanos, ecologistas y pacifistas proscritos por el gobierno; finalmente la expresión popular en las calles de Dresde, Berlín y otras ciudades de la RDA, bajo la consigna: Wir sind das Volk! (¡Somos el pueblo!), de la cual se harían eco las multitudes de los demás países del bloque soviético, reveló que ese terrible poder se asentaba solo sobre un castillo de naipes.
Artículo de Ronald Gamarra Herrera publicado en Diario16, el domingo 9 de noviembre de 2014.
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