Aunque a muchos les parezca mentira, Lima tuvo alguna vez un sistema de transporte público. No era extraordinario, pero era cumplidor.
Había una red de tranvías que comunicaba el centro de la ciudad con sus barrios adyacentes. Los buses de las líneas privadas funcionaban bajo regulación. Y había hasta dos empresas públicas que prestaban servicio en red: los llamados “bussing” y una empresa de propiedad social. Pero ocurrió que esa frágil estructura se extinguió paulatinamente entre la miopía y la demagogia de los políticos y la indiferencia suicida de la gente.
Los hechos tienen responsables claros. El sistema de tranvías fue liquidado durante la administración de Luis Bedoya, que equivocadamente consideró inútil repotenciar el servicio como se ha hecho exitosamente en muchas de las más importantes ciudades del mundo. Con ello le quitó la espina dorsal al transporte urbano de entonces. Con él se impone una euforia de entusiasmo por el automóvil, es decir, la preferencia por el transporte individual en lugar del transporte colectivo, en una mala lectura de la experiencia norteamericana.
En descargo de Bedoya, hay que subrayar que fue él quien inauguró el servicio en red de los “bussing”, a través de la recordada empresa paramunicipal de transportes. Se trataba de buses cómodos y grandes, organizados en rutas que cubrían toda la ciudad de entonces. Algunos años después, ya en la época del general Velasco, esta empresa entró en crisis y fue asumida por el Ministerio de Transportes a través de la empresa Enatru Perú, con la cual se introdujeron buses de tamaño aun mayor, los recordados buses articulados de fabricación húngara.
El mismo gobierno de Velasco impulsó una segunda empresa de transporte público urbano a través de una empresa bajo la modalidad societaria experimental de propiedad social. Esta pronto constituyó una segunda red tan amplia como la de Enatru e incluso en competencia con ella. Probablemente fue un error impulsar una segunda empresa para la misma ciudad, en lugar de fortalecer y ampliar la ya existente.
Por entonces, empezó a desarrollarse el transporte informal a través de los microbuses. Para los años 80, estos ya eran una fuerza y empezaban a imponer claramente sus condiciones ante la decadencia de las empresas públicas, incapaces de renovar y ampliar su flota. Entonces había un exceso de empresas públicas manejadas, además, de manera incompetente. Los gobiernos no vieron entonces la ventaja de privatizarlas, manteniendo el carácter público de actividades como el transporte, que es público y hasta estrictamente estatal en todos los países democráticos y bien organizados, que por lo demás tienen una economía de mercado.
Fujimori fue el gran destructor de lo poco que tenía Lima de estructura de transporte público con la liquidación de Enatru y la empresa de propiedad social. Con él triunfa y se impone hasta hoy la cultura combi, con el ingreso masivo de este vehículo precario como norma infame para el transporte de la gente y la imposición absoluta del caos, la arbitrariedad, el peligro y la corrupción como norma. El resultado han sido miles de víctimas en las pistas, un infierno en el que todos perdemos tiempo y una socialización violenta entre la gente.
Ningún gobierno y ningún alcalde, desde entonces, hizo nada para cambiar esto, antes bien convivieron o vivieron de las mafias enseñoreadas del transporte. Castañeda estuvo ocho años sin tocar un pelo a este problema fundamental y hoy, no contento con ello, boicotea la reforma. Por eso, la valentía y la visión de futuro de la alcaldesa Susana Villarán merecen respeto y decidido apoyo. La reforma del transporte que ha emprendido, contra viento y marea, es la medida más trascendental de un alcalde en muchas décadas para rescatar a Lima de la envilecedora “cultura combi” y tendrá efectos positivos más allá de las pistas, en la socialización democráticas de los limeños.
Artículo de Ronald Gamarra Herrera publicado en el Diario16, el domingo 07 de septiembre de 2014.
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