32 años después de la masacre de El Mozote, los familiares de las víctimas, apoyados por dos abogados –exdirigentes de Tutela Legal del Arzobispado- enterraron a 16 personas el pasado sábado 7 de diciembre. 16, según sus cuentas, porque debido al deterioro de las osamentas, que brotaron de la tierra en 2010, Medicina Legal solo confirma 13 cuerpos, entre ellos el de un menor de edad.
En el centro de la sala de la casa de Orlando Márquez gobierna una caja no muy grande, no muy chica, de color azul, adornada por ramilletes de flores frescas y algunas flores de mentira, de esas de plástico. Adentro de la caja, de unos 40 centímetros de ancho por dos metros de largo hay 16 personas, apiladas las unas sobre las otras. Ocho son niños: dos de 18 meses y el resto de entre 2 y 10 años de edad. El vestido de Yesenia, una de las bebés, todavía polvoso, adorna el frente del cajón, resguardado entre un marco de madera y una placa de vidrio. Yesenia es la hermana menor de Orlando Márquez, de quien hoy tendrá que despedirse para siempre.
Idalia, 11 años, la nieta de Orlando Márquez, y sobrina de Yesenia, atraviesa unas cortinas de tela que hay en el salón. En los últimos dos años, desde que los conocimos por primera vez, la familia de Orlando ha crecido, y detrás de esas cortinas descansan algunas de sus hijas y sus nietas, que las últimas dos noches las han pasado en vela, atendiendo a la comunidad de El Mozote. En las montañas de Morazán, al oriente de San Salvador, la costumbre manda a que la familia organizadora de eventos como este, atienda a los invitados con una suculenta comida, que para el caso ha consistido en pollo en salsa de tomate, arroz, ensalada, pan dulce y café. “Allá en San Salvador se acostumbra solo servir tamales y pan dulce, pero acá son más exigentes”, se queja, entre bromas, Miriam Núñez, la esposa de Orlando Márquez. “Yo por eso le he dicho a Orlando que si me llego a morir, que no me vele aquí para que no gaste mucho dinero jajaja”.
Hace dos años, a Idalia –más menuda, más pequeña- la encontramos departiendo en este mismo salón junto a sus abuelos Santos y Agustina; y a sus tíos José, Edith y Yesenia. Todos miraban a una corredora cubana que se esmeraba por llegar en primer lugar a la meta, en una de las competiciones de los 200 metros planos de los Juegos Panamericanos celebrados aquel año en Guadalajara, México. Ahora el televisor está apagado, y de lo único que se habla en el salón es del recuerdo de los que yacen adentro de ese féretro.
Idalia cruza el salón a toda prisa, risueña y sin penas, enrollada en una toalla. Sale por la puerta que da al patio terroso. Tiene que alistarse, ponerse bonita, porque ya pronto iniciará el entierro de sus abuelos y de tres de sus tíos.
Cerca de la puerta están sentadas dos ancianas. Son Ambrosia Claros (69) y Albina Claros (73). Ellas miran el desfile de Idalia y sonríen. Es hasta entonces que sonríen, porque en los últimos 20 minutos, desde que comenzaron a contarme la historia de su madre, no han dejado de llorar.
Adentro del féretro, tiene que ser así, está también Isidra, una mujer que murió a los 60 años, masacrada junto a Agustina, su mejor amiga, la mujer a quien le cuidaba los hijos, un niño de 10, una niña de ocho y una bebé de 18 meses. Los hermanos pequeños de Orlando Márquez. Isidra, igualita a nosotras dos, era una mujer bajita, morena y seria, que si a la primera no entendías a la segunda te hacía entender con un leñazo, era la tía abuela de Orlando, un hombre alto, cuadrado, moreno, que aparece en el salón, estrechando sus gruesas manos, justo cuando las dos ancianas están contando eso, que son sus tías.
—Ellas son mis tías, se las presento –dice Orlando-. La mamá de ellas tiene que haber fracasado aquí, porque era bien unida a mi mamá
4 de diciembre de 1981. Ambrosia Claros, de 37 años, atraviesa el caserío El Mozote y se dirige hacia unas casas situadas al pie del cerro La Cruz, un precioso montículo engramillado que gobierna al final del caserío. El Salvador, para esa fecha, lleva casi dos años en guerra, y el Ejército ya ha identificado que en las montañas de la zona norte de Morazán patrullan unidades guerrilleras. Hay un clima tenso en la zona, de desconfianzas, en donde cualquiera es enemigo de uno u otro bando. Aquellos que no quieren tener nada que ver con el conflicto deciden huir de Morazán, temerosos de lo peor. Y tienen por qué temer. En el último trimestre de 1980, los soldados subieron hasta el cantón La Guacamaya, en el municipio de Meanguera, y masacraron a las familias que no alcanzaron a huir, liderados por los hombres de la comunidad, la mayoría integrantes de la guerrilla. Para el Ejército, todos los caseríos y cantones de la zona norte estaban con la guerrilla. Todos: ancianos, ancianas, mujeres embarazadas, mujeres, niños, niñas. Un año después, todos esos cantones, por esa mera sospecha, estarían condenados.
Hubo muchos que sospecharon que algo malo ocurría en El Mozote y otros siete caseríos cercanos y por eso se marcharon antes de que lo malo ocurriera. Ambrosia Claros fue una de esas personas, y por eso el 4 de diciembre de 1981 llegó hasta los terrenos de la familia Márquez para rogarle a su mamá que se fuera con ella. Anbrosia lo cuenta:
—¡No! -me dijo-. Me voy a ir donde Gustina, porque ahí no va a pasar nada.
En los terrenos de la familias de Santos Márquez y Agustina García vivían dos familias más: la familia Claros, liderada por Isidra; y la familia Argueta, liderada por Desiderio.
Isidra se quedó con su amiga Gustina, y esa fue la última vez que Ambrosia la vio con vida.
***
Orlando Márquez, al igual que su tía Ambrosia, también huyó de El Mozote. Lo hizo porque no quería convertirse en guerrillero y tampoco en militar. Orlando Márquez huyó de Morazán justo un año antes de la masacre, y la última vez que vio con vida a su padre con él le mandó saludos a su madre, a su nana y a sus dos pequeñas hermanas. La menor era una bebé que se cargaba en brazos. Cuando se refiere a su nana está hablando de Isidra Claros.
Una de las dos cosas que recuerda Orlando de aquella larga y última charla que sostuvo con su padre, el domingo 29 de noviembre de 1981, fue el consejo que Santos le dio para administrar mejor el dinero.
—Ahorrá. Te va a servir en el futuro –le aconsejó.
—Es mi gusto darle estas cosas... Ahí también van unos cortes para usted –respondió el hijo, mientras enumeraba los regalos que iban en la bolsa: ropa interior para su mamá, vestidos para sus hermanas y zapatos para su hermano.
Orlando también intentaba persuadir a Santos, una vez más, de que sacara a la familia de El Mozote, un caserío escondido en las montañas del norte de Morazán, en el municipio de Arambala.
—Yo sí quisiera venirme, hijo –le dijo Santos a Orlando-. Pero tu mamá quiere quedarse allá, y si tu mamá quiere quedarse, entonces yo me quedo con ella.
—Vénganse conmigo, papá. Aquí es más seguro –insistió Orlando.
—Vamos a ver qué dice tu mamá.
Cuando Orlando vio por última vez a su padre, él ya vivía en Lourdes, Colón, La Libertad. Allá también vivía su otra tía, Albina, la otra hija de Isidra. Ella también recuerda la última vez que vio a su hermano Santos con vida.
—Santos fue a dejarle a Orlando chicharrones y carne. Recuerdo que antes de que se fuera yo le dije: Vénganse, Santos, pero él me dijo: No, si yo solo a traer a aquella voy (a Gustina) y ya me vengo…
***
Orlando Márquez se enteró de la masacre en la víspera de la navidad de 1981, y cuando se sintió solo en el mundo decidió que nunca más regresaría a su tierra. Lo mismo, exactamente lo mismo, pensaron los hijos de Ambrosia y Balbina, quienes les impidieron moverse de sus nuevos hogares para ir a buscar los restos de su madre. La guerra continuaba, y el norte de Morazán era extremadamente peligroso.
No fue hasta que se terminó la guerra, y sobre todo a finales de la década de los noventas, cuando muchos comenzaron a repoblar El Mozote, y hasta los oídos de Orlando Márquez llegaron las noticias que decían que se estaban adueñando de la tierra de su padre. Fue así que decidió ver qué pasaba, con la angustia de reencontrarse con un pasado doloroso.
Desde el año 2000, Orlando Márquez hizo visitas esporádicas a El Mozote, pero en su cabeza ya había borrado la idea de buscar a los suyos. Viajaba para poner cercos que alguien más luego le robaba; y así, hasta que un día se cansó y decidió regresarse a vivir por largas temporadas en El Mozote.
Pero Orlando Márquez tenía familia, y su familia lo extrañaba. Lo extrañaban aún más, sobre todo cuando, en 2005, la colonia donde vivían ya no aguantaba con los gritos que provocaban unos pandilleros. Su esposa, Miriam, alcanza a recordar que a pocas casas de su casa alguien pegaba alaridos, perseguidos por un horrendo silencio. “Un día supimos que habían decapitado a alguien”, recuerda Miriam. Tenía la mala suerte la nueva familia Márquez de haber crecido en Lourdes, Colón, una de los municipios que con el transcurrir del tiempo se convertiría en uno de los más violentos del país. Un territorio en el que la guerra entre las pandillas se volvió –y sigue siendo- peculiarmente violenta y sádica, con cuerpos descuartizados en las calles de las colonias, cabezas jóvenes decapitadas y desfaceladas, máscaras hechas con piel de cara sobre el pavimento, cementerios clandestinos por todas partes: en los maizales, cafetales, cañales, en los patios de las casas. Recientemente, la Fiscalía y Medicina Legal han encontrado en una finca 22 cadáveres, enterrados en lo que aparenta un cementerio clandestino en el que se presume hay otra veintena de cuerpos.
Huyendo de esa violencia, la esposa y los hijos de Orlando Márquez lo siguieron hacia El Mozote, el lugar al que hace 30 años había jurado que nunca regresaría. Fue entonces cuando Orlando decidió que la nueva familia Márquez repoblaría también El Mozote, el lugar del que había huido por culpa de una guerra, el lugar al que regresaría para refugiarse de otra.
La familia creció, y para 2010 ya no cabían en un solo cuarto, así que decidieron hacer una nueva edificación. Temía Orlando Márquez encontrarse con su pasado, así que cambió los planos: ya no debajo de un amate porque al escarbar la tierra podían encontrarse con sus padres y hermanas. Cuál sería su sorpresa cuando descubrió que allá donde por fin decidió abrir una zanja brotarían todos sus huesos.
Un año más tarde, Orlando Márquez no sabía qué hacer con todos esos huesos, así que los guardaba en la sala de su antigua casa, en la que toda la familia se sentaba alrededor de un televisor. Toda su familia, incluyendo a sus padres Santos y Agustina; y sus hermanos José, Edith y Yesenia, todos muertos. Retazos de ropa le decían a Orlando Márquez que aquella era su familia. Unas sandalias que él había mandado para su hermana menor, le decía que los huesos que acompañaban a esas sandalias eran los de su hermana menor. Reconoció a su madre en una dentadura postiza, medio chamuscada. Sus tías Ambrosia y Albina también reconocieron a Gustina en esa dentadura, ese mismo año.
En noviembre de 2011, a solicitud de la recientemente desaparecida oficina de Tutela Legal del Arzobispado, el juzgado de San Francisco Gotera ordenó el traslado de esos restos. Estuvieron almacenados –sin el debido cuidado- en la oficina del juzgado, hasta que en enero de 2013 fueron enviados al Equipo de Antropología Forense (EAF) del Instituto de Medicina Legal, en San Salvador, para que fueran analizados.
Para octubre de 2013, el EAF ya tenía un resultado preliminar, que hablaba de que esas osamentas representaban a aproximadamente 17 personas. Para diciembre, sin embargo, debido al hallazgo fortuito de las osamentas –fueron deterioradas por las piochas y las palas de los albañiles que las encontraron- y las condiciones a las que fueron expuestas -más de un año escondidas en un juzgado sin el debido resguardo- era imposible confirmar más de 12 restos identificables pertenecientes a 12 cuerpos adultos y rasgos dentales pertenecientes al cadáver de un menor de edad. Pero para los Márquez, para las hermanas Claros y para la familia de otro sobreviviente, Gervasio Márquez, entre esos restos hay 16 personas masacradas. Lo saben,tiene que ser así, porque la mezcla cruzada de los testimonios de los sobrevivientes, los que se despidieron de toda esa gente, en ese mismo terreno que todos ellos habitaban, obligan a concluirlo. No puede ser de otra forma, dicen. Si no es así, que alguien les explique dónde estánsus parientes, dicen.
***
7 de diciembre de 2013. Mientras Orlando Márquez y su familia se alistan para el sepelio, en la plaza del caserío hay algarabía. Un millar de personas se ha congregado para conmemorar a sus muertos. Entre los que lideran la conmemoración se encuentra el procurador de Derechos Humanos, David Morales. Él aprovecha el espacio para demandar al Estado para que se investigue la masacre de El Mozote, para exigirle al Estado que ordene a la Fuerza Armada quedeje de honrar a los comandantes del Ejército que lideraron la masacre, y para dejar claro que el gobierno salvadoreño debe de cumplir, al pie de la letra, todos los fallos que dio la Corte Interamericana de Derechos Humanos en una sentencia condenatoria por el cometimiento, ocultación de la verdad y denegación de justicia en la masacre de El Mozote y siete caseríos aledaños.
El último guiño que el Estado ha hecho para las víctimas y sus familias ha sido la promesa de creación de un plan de pensiones, con una oferta de entre $15 y $50 dólares mensuales para los beneficiarios.
“Vemos con buenos ojos la implementación de este tipo de políticas de atención para las víctimas de las masacres y atrocidades cometidas en la guerra”, dice el Procurador. “Pero hay que dejar claro que el fallo de la sentencia es claro al exigir compensaciones específicas para las víctimas y los familiares de las víctimas de esta masacre de El Mozote”, añade, en alusión a la sentencia de la CorteIDH, que ordena el pago de entre $10 mil y $35 mil dólares para los supervivientes de la masacre y los familiares de las víctimas.
En su casa, cuando toda la conmemoración haya finalizado, Orlando Márquez dirá que lo que el presidente Mauricio Funes ha prometido con esa pensión es un insulto para la memoria de sus padres y sus hermanos. Pero eso ocurrirá más tarde, horas después de que la procesión que viene desde el pueblo hasta su casa culmine una ida y una vuelta. En una de las veredas, bajo la sombra del cerro La Cruz –en el que soldados también violaron y asesinaron a las mujeres jóvenes, el 11 de diciembre de 1981- el sacerdote Rogelio Poncel pide que le ayuden a cargar una cruz de madera. Todos caminan entre unas piedras pintadas de blanco que adornan el camino. Las pintaron Orlando y sus hijos. Cientos de personas acompañan a Poncel, un cura aguerrido que se tiró la guerra dando apoyo espiritual a las víctimas de la zona norte de Morazán. Y, ¿por qué no decirlo? también a los combatientes guerrilleros, como también lo hicieron los capellanes del Ejército con los soldados. Poncel es un referente en la zona norte de Morazán.
Al llegar a la casa, los hijos mayores de Orlando Márquez cargan el féretro y lo colocan frente al sacerdote. Poncel eleva plegarias y, luego de invocar al cielo, lee uno por uno los nombres de las víctimas.
—Primero diremos los nombres de la familia de Orlando Márquez: Santos Socorro Márquez, 44 años, padre; María Agustina García, 37, madre; José René Márquez García, 10, hermano; Edith Elizabeth Márquez García, 8, hermana; Yesenia Yaneth Márquez García; 18 meses, hermana;José María Márquez, 50, tío.
Orlando Márquez, mientras Poncel lee, se incomoda. Camina de un lado a otro entre la multitud.
El sacerdote continúa con la lista:
—Ahora leeremos, con respeto, los nombres de la familia de Gervasio Márquez: María Santos Guevara, esposa, madre de los niños: Doris Guevara Díaz, 14; Gaspar Alfren Guevara Díaz, 2 años; Betty Del Carmen Guevara Díaz, 8; José Álvaro Guevara Díaz, 10; Gloria Guevara Díaz, 3; Elsy Concepción Guevara Díaz, 18 meses; María de los Ángeles Guevara, 50 años, suegra, Desiderio Claros, 55 años. Pedimos por ellos, Señor…
Rogelio Poncel continúa con el responso, pero desde la puerta de la casa de la familia Márquez se escucha un grito. “¡Alto! -clama un joven- ¡Falta un nombre!”. Detrás del joven, Ambrosia Claros y su hermana, Albina, lloran y bajan la mirada. El sacerdote finalizó la lectura de la lista y en ella no habían incluido a su madre, Isidra, la mejor amiga de Gustina, la nana de Orlando Márquez.
Poncel, escondido en el centro de una muchedumbre, no alcanza a escuchar los gritos y continúa con su letanía. Entonces alguien pide un papel, alguien arranca una hoja y de mano en mano, en una cadena de siete manos, el papel llega hasta el sacerdote que, extrañado, se detiene…
—Perdón… Vamos a detenernos porque estábamos olvidando a una víctima. Su nombre es Isidra Claros, 60 años..
Termina el responso en la casa de Orlando Márquez y la comitiva, liderada por Poncel, regresa al pueblo entre cánticos religiosos. En la plaza, otros tres centenares de curiosos, entre familiares de otras víctimas y algunos ancianos supervivientes de las masacres los esperan. Entre estos ancianos se encuentran Juan Bautista Márquez y Antonio Pereira. El primero anduvo huyendo, junto a toda su familia, de la mitad de los operativos en diciembre de 1981. El segundo, Antonio Pereira, observó cuando su mujer, sus hijos, su madre, sus sobrinos y sus hermanos fueron asesinados frente a sus ojos, en el caserío Los Toriles, cercano a El Mozote. Desde detrás de unos arbustos vio cuando unos soldados sacaron de su casa, encañonados, a su esposa Natalia y sus hijos Mario y María. Los vio desfilar, uno por uno y en línea recta, encañonados, hacia un punto ciego que él ya no pudo divisar. Segundos después, escuchó las detonaciones… Y cuando abrió los ojos observó que los soldados que iban con su esposa e hijos ahora se dirigían hacia la casa de su madre, Simeona, a la que acribillaron junto a sus hermanos Ángel, Bartolino y su sobrina Nelly. A esa pila de cuerpos, los soldados le aventaron dos granadas, que estallaron, frente a los ojos desgarrados de Antonio Pereira.
La procesión se detiene en el monumento a la masacre. Un jardín en el que descansan varios centenares de osamentas, rescatadas entre 1992 y 1993, cuando todavía estaba abierta una causa judicial en El Salvador. Frente al monumento, adornado además con un muro, en el que se leen los nombres de alrededor de 1,000 víctimas, está la iglesia católica de El Mozote. En el antiguo recinto, el Equipo Argentino de Antropología Forense encontró 136 cadáveres de niños baleados, acuchillados, mutilados. Ahora se sumarán esos 136, ocho niños más, a juzgar por lo que aseguran sus familias sobrevivientes.
Si en 1993, el entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Mauricio Gutiérrez Castro, no hubiera suspendido las exhumaciones… Si ese mismo año la Asamblea Legislativa no hubiera aprobado la ley de Amnistía…
32 años después, Medicina Legal de El Salvador concluyó que es imposible tomar muestras de ADN del millar de fragmentos óseos rescatados de la casa de Orlando Márquez. Demasiado deteriorados estaban. Demasiado tiempo ha pasado ya: 29 años enterrados; dañados por las piochas y palas de los albañiles que los encontraron, contaminados durante un año –sin saberlo ellos- por la familia de Orlando, que los guardaba en un saco de yute y se los mostraba a todo aquel que llegara con curiosidad. Luego esos huesos pasaron un año perdidos en el juzgado de San Francisco Gotera, hasta que por fin fueron enviados hacia San Salvador, para que fueran analizados por los expertos. Igual ya era demasiado tarde, y ante la falta de pruebas científicas lo que queda es confiar en la relación de hechos, en los recuerdos de los que los vieron por última vez. Lo que quedaba, mientras la justicia salvadoreña se decide a actuar, era enterrar a los 13 seres humanos confirmados de los 16 fantasmas de la masacre de El Mozote.
Fuente El Faro: http://www.elfaro.net/es/201312/noticias/14217/
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