Por Malu Gaspar.
El calor y el cielo despejado típicos de enero, los turistas en la Plaza
Mayor, todo parecía indicar un día como tantos en Lima, cuando el
ejecutivo brasileño Mauricio Cruz, presidente de Odebrecht en el Perú,
cruzaba las puertas del palacio presidencial, allí enfrente. Para ese
bahiano de 43 años y hablar despacioso, el escenario era todo menos
rutinario. Tras las confesiones de la constructora sobre el pago de
sobornos a mandatarios de Latinoamérica y África, divulgadas hacía un
mes, se habían creado grandes dificultades para que la empresa
permaneciera en el país. Su misión en el palacio era la más difícil en
veinte años de compañía: ablandar el ánimo del presidente del Consejo de
Ministros Fernando Zavala, hombre fuerte del presidente de la
República, Pedro Pablo Kuczynski. Unos días antes PPK había declarado
guerra a la constructora. “Tendrán que vender todos sus proyectos.
Lamentablemente tienen esa tara de la corrupción. Tienen que irse, se
acabó.”
Hasta ese entonces, el presidente del Perú había sido más bien
cauteloso en sus declaraciones acerca del escándalo, por eso su cambio
de actitud puso en pánico a los directivos de Odebrecht. A estas
alturas, salvar los negocios en el Perú era una cuestión de
supervivencia. Al día siguiente de las declaraciones de PPK, Cruz había
decidido contraatacar. En una entrevista a Gestión, el diario de
economía y negocios más importante del Perú, afirmó que Odebrecht estaba
corrigiendo sus conductas y que expulsar a la empresa del país no
traería ningún beneficio al Estado: “Yo solo puedo imaginar que [lo de
expulsarnos] es una intención para que no exista la colaboración y no se
revele la información”. Fue un tiro al pie. “Al gobierno nadie lo
amenaza”, contestó el presidente del Consejo. A pocas horas de
declararlo, Zavala recibía a Cruz, que intentaba un repliegue táctico y a
la vez buscaba abrir una brecha de negociación. Alegó que había
ocurrido un malentendido en la entrevista, que solo había tratado de
explicar que Odebrecht estaba cambiando y que si mataran la empresa,
esta no podría pagar sus multas. No convenció. El presidente del Consejo
fue casi amable, aunque en veinte minutos de reunión más que hablar,
escuchó. Al final, cerró la cita muy seco. “Digan lo que quieran, pero
para nosotros son una empresa corrupta y deben dejar el país.”
Cruz había llegado a Perú hacía menos de dos meses, y desde entonces
no había tenido ni un día de tranquilidad. Ya había vivido en el país
entre los años 1990 y 2000, una época en que trabajar para la
constructora ayudaba a conseguir buenos préstamos en los bancos y ganar
prestigio entre los amigos. Por manejar el 80% de las inversiones en
obras de infraestructura del país, los directivos de la empresa
encontraban siempre abiertas las puertas de los palacios de gobierno y
opinaban sobre los rumbos de la economía. Pero todo esto era pasado.
Cuando nos entrevistamos a fines de abril en su oficina en San Isidro,
la city limeña, el presidente de Odebrecht Perú mostraba un semblante
agotado. “Fuimos del cielo al infierno en treinta segundos”, resumió.
Odebrecht empezó a convertirse en “empresa non grata” en el ámbito
latinoamericano el 21 de diciembre de 2016. A primeras horas del día, el
sitio web del Departamento de Justicia norteamericano publicó el
contenido de la delación corporativa de ejecutivos de la constructora en
el ámbito del pacto de cooperación firmado simultáneamente con la
fiscalía de Brasil, Estados Unidos y Suiza. En ese momento el mundo se
enteró de que entre 2003 y 2014 la compañía había pagado un total de 788
millones de dólares en coimas a presidentes y otros funcionarios de
alto rango de once países de Latinoamérica y África, además de Brasil, a
través del así llamado Departamento de Operaciones Estructuradas, el
sector de la empresa que gestionaba la corrupción. Esta suma no incluía
el dinero negro destinado a campañas políticas, que según lo que luego
confesaron ante la fiscalía los publicistas João Santana y Mônica Moura,
elevaría esta cuenta a casi 900 millones de dólares. Se trataba de la
confesión más impactante dentro del mayor “acuerdo de lenidad” (la
colaboración eficaz de empresas) ya celebrado en el planeta – mayor que
el de la multinacional alemana Siemens o la francesa Alstom. Para seguir
operando y librarse de futuras condenas, Odebrecht pagaría una multa
sin precedentes: 2,6 mil millones de dólares, a repartirse entre los
tres países participantes del acuerdo. A Brasil le tocaría la parte más
grande.
En el resumen de la causa dado a conocer por los norteamericanos, los hechos se
relataban de forma imprecisa. Los personajes no se nombraban más que por
sus puestos (Brazilian official, Odebrecht executive, Peruvian high official)
y las fechas no siempre eran exactas. Con todo, los pocos detalles
revelados dejaban atisbar la vastedad del poder que la constructora
había amasado. En Panamá, de los 59 millones de dólares repartidos en
coimas, más de 20 millones se habían pagado directamente a los hijos del
expresidente de la República Ricardo Martinelli. Otros 5 millones se
deslizaron en las cuentas de un expresidente de Pemex, la estatal
petrolera mexicana, para que asegurara que Odebrecht ganaría una
licitación pública. En Venezuela, las cuentas de dirigentes de los
gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro recibieron un total de 98
millones de dólares. Las campañas de los dos candidatos a la Presidencia
en la última elección colombiana –incluyendo al Nobel de la Paz Juan
Manuel Santos– habían sido beneficiadas por dinero de la constructora.
Historias similares se habían repetido en Guatemala, Argentina,
República Dominicana, Ecuador y Perú. En África, Odebrecht confesó haber
pagado sobornos de 50 millones de dólares en Angola y 900 mil dólares
en Mozambique.
El escándalo que estas revelaciones provocaron barrió Latinoamérica
de punta a punta (en África, hubo poca o ninguna reacción). Los
mandatarios de los países latinos mencionados en el informe anunciaron
medidas de impacto para demostrar que no tenían nada que ver con las
trampas de Odebrecht. Donde aún no se había averiguado nada alrededor de
la constructora, las autoridades se apresuraron a abrir expedientes.
Donde ya había investigaciones en marcha, se disparó una seguidilla de
allanamientos. En Ecuador, policías uniformados al estilo de
SWAT entraron encapuchados y armados en las oficinas de la empresa; en
Venezuela, la policía pasó a recoger los documentos con previa cita;
Panamá y Colombia suspendieron los contratos para obras en marcha e
inhabilitaron a la constructora para licitar obras públicas; en
República Dominicana, miles de manifestantes salieron a las calles a
exigir que se expulsara a Odebrecht.
En ningún otro país, sin embargo, la
reacción institucional fue tan fuerte como en el Perú. Las autoridades y
la prensa ya estaban atentas a los movimientos de las constructoras
brasileñas desde 2015, cuando se ventiló que el exministro José Dirceu
se había acercado varias veces a Lima a cabildear contratos para Queiroz
Galvão y Engevix junto al entonces presidente de la República Alan
García Pérez. En esas ocasiones, Dirceu visitó a García en el palacio de
gobierno, pero ambos siempre negaron rotundamente haber negociado algo
ilegal. En 2014, el cambista Alberto Youssef confesó haber enviado al
Perú dinero de coima de la constructora oas a través de operadores como
Rafael Ângulo López, que viajaba con billetes atados al cuerpo para
entregárselos a funcionarios de la Municipalidad de Lima, donde la
constructora gestiona la Vía Expresa Línea Amarilla. La cobertura
periodística del caso Lava Jato era intensa, y el Ministerio Público
peruano había abierto expedientes para investigar el sobrecosto de obras
y sospechas de soborno en diversos contratos. Pero las averiguaciones
no avanzaban, y los políticos no tenían la más remota intención de
ayudar.
Presionado por las denuncias, a fines de 2015 el Congreso creó la
Comisión Lava Jato. En seis meses de funcionamiento, se recogieron
importantes testimonios, que resultaron en una vasta cobertura
periodística en la prensa escrita y televisiva. Al fin, su presidente
Juan Pari produjo un documento de 650 páginas donde se detallaban
irregularidades en diversas obras y planteó sospechas de desvío de
recursos y lavado de dinero. Pari, sin embargo, era un diputado en
primer mandato, miembro de un partido independiente y enano, lo que
signó el fracaso de la comisión desde sus comienzos. Sin el apoyo de los
demás miembros, el congresista se vio obligado a firmar él solo el
informe. El documento ni siquiera se llegó a presentar ante el pleno, ya
que en ningún momento se alcanzó el quórum para convocar una sesión
extraordinaria, como mandaba el reglamento del Congreso.
Tras las revelaciones del informe norteamericano, resultaba imposible
ignorar que Odebrecht, la mayor potencia empresarial extranjera en el
Perú, había exportado al país no solo servicios y obras, sino también su
modus operandi. Durante los gobiernos de Alejandro Toledo
(2001-2006), Alan García (2006-2011) y Ollanta Humala (2011-2016), se
repartieron, por lo bajo, 29 millones de dólares en coimas. El informe
mencionaba un soborno de 20 millones de dólares a cambio de la victoria
en la licitación de un proyecto de infraestructura en 2005 –que solo
podía tratarse de la autopista Interoceánica, niña de los ojos de
Alejandro Toledo, licitada en 814 millones de dólares y finalizada en
más de 2 mil millones–. En otra parte, el documento mencionaba un
soborno de 1,4 millón de dólares en 2009 por la victoria en otra
licitación en el área de transportes –evidentemente el metro de Lima,
obra símbolo del presidente Alan García, contratada por 410 millones de
dólares y terminada a un costo de 520 millones–.
De ahí en adelante, los hechos se precipitaron como en una serie de televisión vista en fast forward.
A principios de enero, se instaló en el Congreso una nueva Comisión
Lava Jato. El Ministerio Público local reunió a un grupo de
investigadores que se hizo cargo del caso y muy pronto desplegó una
serie de registros, allanamientos y prisiones. Hasta el expresidente
Alejandro Toledo tuvo su prisión decretada –estaba en Estados Unidos y
no se movió de allí, lo que lo convirtió oficialmente en prófugo–. El
gobierno promulgó un decreto de urgencia prohibiendo que empresas
condenadas por delitos de corrupción firmen contratos con el Estado. Sin
acceso a créditos y, por lo tanto, sin capital para saldar los bonos de
infraestructura del Gasoducto del Sur, su obra más grande en el Perú en
marcha en ese entonces, Odebrecht perdió la concesión. Acto seguido, el
gobierno ejecutó las garantías ofrecidas por la empresa a la firma del
contrato –262 millones de dólares, un récord en el país–. Otro decreto,
que la prensa llamó “Decreto Odebrecht”, prohibió que compañías que
hubieran confesado la práctica de corrupción vendieran activos, firmaran
nuevos contratos con el Estado o expatriaran capital, y determinó que
el veto solo se podrá levantar mediante un acuerdo de colaboración
eficaz. Por fin, el gobierno incautó 40 millones de dólares que la
constructora mantenía en bancos locales, para asegurarse de que no
faltara dinero a la hora de pagar sus multas. De aplicarse todas estas
medidas, se sellaría el fin de las actividades de la constructora en el
Perú.
Continúa:
Fuente Folha de Sao Paulo - PIAUI: http://piaui.folha.uol.com.br/materia/una-trama-que-vale-un-peru/
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