Sería un
desafuero insensato sacar de la cárcel a un exmandatario que dio un
golpe de Estado e instauró una de las dictaduras más corruptas de la
historia del Perú.
Las conversaciones privadas no deben convertirse en públicas y, por
desgracia, la que tuve con el presidente del Perú Pedro Pablo Kuczynski
durante su reciente visita a España ha sido objeto de rumores y
especulaciones que no siempre corresponden a la verdad. Por eso autoricé
a mi hijo Álvaro para que, en una entrevista en El Comercio, reprodujera lo que le dije al mandatario respecto a la posibilidad de que indultara a Fujimori.
Nunca me indicó que tuviera la menor intención de hacerlo; sólo que,
como le llegaban numerosas cartas y documentos pidiendo el indulto por
razones de salud, había entregado todo ese material a tres médicos a fin
de que le informaran sobre el estado del reo. Mi impresión personal es
que Kuczynski es un demócrata cabal y una persona demasiado decente para
cometer un desafuero tan insensato como sería el sacar de la cárcel y
devolver a la vida política a un exmandatario que, habiendo sido elegido
en unas elecciones democráticas, dio un golpe de Estado instalando una
de las dictaduras más corruptas de la historia del Perú. Y echando por
tierra la sentencia de un tribunal civil que en un juicio abierto, con
observadores internacionales y de manera impecable, condenó al
exdictador por sus crímenes a pasar un cuarto de siglo entre rejas.
Ese juicio no tiene precedentes en la historia peruana. Nuestros
dictadores o morían en la cama, sin haber devuelto un centavo de todo lo
que robaban, o eran asesinados, como Sánchez Cerro. Algunos, como
Leguía, murieron en la cárcel, sin haber sido juzgados. Pero, en este
sentido, el juicio de Fujimori fue ejemplar. Lo juzgó un tribunal civil,
dándole todas las garantías para que ejercitara su derecho de defensa,
y, pese a todas las campañas millonarias de sus partidarios, ninguna
instancia jurídica o política internacional ha objetado el desarrollo
del proceso ni a los magistrados que lo sentenciaron.
Por otra parte, él no ha manifestado jamás arrepentimiento alguno por
los asesinatos, secuestros y torturas que ordenó y que se perpetraron
durante su dictadura, y tampoco ha devuelto un solo centavo de los
varios miles de millones de dólares que sacó al extranjero de manera
delictuosa durante su Gobierno. (Los únicos 150 millones de dólares que
ha recuperado el Perú de los cuantiosos robos de aquellos años los
devolvió Suiza, de una cuenta corriente que había abierto Vladimiro
Montesinos, el cómplice principal de Fujimori). Su liberación sería un
acto ilegal flagrante, como ha afirmado en The New York Times
Alberto Vergara, teniendo en cuenta que todavía no ha sido juzgado por
otra de las matanzas del Grupo Colina, realizada en Pativilca en 1992.
Sería una “aberración jurídica que perdonase a Fujimori hacia el futuro,
por crímenes todavía no procesados”.
No sólo sería una ilegalidad; también, una traición a los electores que
lo llevamos al poder y a las familias de las víctimas de los asesinatos y
desapariciones, a quienes prometió firmemente que no liberaría al
exdictador. No nos engañemos. La extraordinaria movilización entre la
primera y la segunda vuelta que permitió el triunfo de Pedro Pablo
Kuczynski se debió en gran parte al temor de una mayoría del pueblo
peruano de que el fujimorismo volviera al poder con Keiko, la hija del
condenado. El voto de la izquierda, decisiva para esa victoria, jamás se
hubiera volcado masivamente a darle el triunfo si hubiera imaginado que
iba a devolver a la vida pública peruana a uno de los peores dictadores
de nuestra historia.
Hay quienes piensan que el indulto ablandaría al Parlamento que,
hasta ahora, además de tumbar varios ministros del Gobierno, ha
paralizado la acción gubernamental obstruyendo de manera sistemática las
iniciativas del Ejecutivo para materializar su programa, introduciendo
reformas económicas y sociales que dinamizaran la economía y extendieran
la ayuda a las familias de menores ingresos. Quienes piensan así, se
equivocan garrafalmente. No se aplaca a un tigre echándole corderos; por
el contrario, se reconoce su poder y se lo estimula a que prosiga su
labor depredadora. Fue una equivocación no haber enfrentado con más
firmeza desde un principio la irresponsable oposición del fujimorismo en
el Congreso; pero, al menos, ha servido para mostrar a la opinión
pública la indigencia intelectual y la catadura moral de quienes, desde
las curules parlamentarias, están dispuestos a impedir la gobernabilidad
del país, aunque sea hundiéndolo, para que fracase el Gobierno al que
detestan por haberlos derrotado en aquella segunda vuelta que ya
festejaban como suya.
La dictadura es siempre el mal absoluto, el régimen que destruye no
sólo la economía, sino también la vida política, cultural y las
instituciones de un país. Las lacras que deja perduran cuando se
restablece la democracia y muchas veces son tan mortíferas que impiden
la regeneración institucional y cívica. La gran tragedia de América
Latina en su vida independiente han sido las dictaduras que se sucedían
manteniéndonos en el subdesarrollo y la barbarie pese a los esfuerzos
desesperados de unas minorías empeñadas en defender las opciones
democráticas.
Desde que cayó la dictadura fujimorista, en el año 2000, el Perú vive
un período democrático que ha reducido la violencia e impulsado su
economía de manera notable al extremo de que su imagen internacional, en
estos últimos años, ha sido la de un país modelo que atraía inversiones
y parecía un ejemplo a seguir por los países del tercer mundo que
aspiran a dejar atrás el subdesarrollo. El indulto a Fujimori echaría
por los suelos esta imagen y nos retrocedería otra vez a la condición de
república bananera.
Es verdad que, gracias a las revelaciones y denuncias de Odebrecht,
la gestión de algunos de los expresidentes de la democracia, como
Toledo, primero, y ahora Humala, se ha visto empañada con acusaciones de
malos manejos, corrupción y tráficos ilícitos. En buena hora: que todo
aquello se ventile hasta las últimas consecuencias y, si ha habido
efectivamente delito, que los delincuentes vayan a la cárcel. Esas cosas
las permite la democracia, un sistema que no libra a los países de
pillos, pero permite que sus pillerías sean denunciadas y castigadas. La
democracia no garantiza que se elija siempre a los mejores, y, a veces,
los electores se equivocan eligiendo la peor opción. Pero, a diferencia
de una dictadura, una democracia, sistema flexible y abierto, puede
corregir sus errores y perfeccionarse gracias a la libertad. Fujimori,
que llegó al poder, arrasó con todas las libertades y con ese sistema
democrático que le había permitido alcanzar la más alta magistratura. No
es por ese crimen mayúsculo por el que está en la cárcel, sino porque,
además de haber acabado con nuestra precaria democracia, se dedicó a
robar de la manera más descarada, y a asesinar, torturar y secuestrar
con más alevosía que los peores dictadores que ha padecido el Perú. No
puede ni debe ser indultado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario