12 may 2014

EL CÓCTEL LETAL por Ronald Gamarra

La barbarie que representa la pena de muerte quedó patente, una vez más, con la ejecución del reo Clayton Lockett el 29 de abril en la prisión de McAlester, en Oklahoma, donde se aplica la pena de muerte mediante la inyección letal. El procedimiento dejó a las claras la realidad de una larga y penosa agonía para el reo, en contradicción flagrante con la rapidez, mínimo sufrimiento y ausencia de crueldad física que aseguran los que defienden la pena de muerte mediante este método. 

El método de la inyección letal en realidad es un “cóctel” que comprende la aplicación sucesiva de tres drogas: un psicotrópico potente que sirve para dormir al reo, bromuro de vecuronio que detiene la respiración y cloruro potásico que paraliza el corazón. Teóricamente, la rutina no debe demorar más de unos siete minutos en provocar la muerte.

Antes de la aplicación del cóctel, por cierto, hay todo un ritual, que hemos visto representado muy fielmente en la película “Dead man walking”, que incluye la marcha del reo hacia la cámara de ejecución; el sujetarlo a una camilla con ligaduras que maniatan su cuerpo y sus extremidades, salvo la cabeza; el elevar la camilla para presentarlo a los testigos de la ejecución (entre ellos, los familiares de la víctima del reo y los familiares del propio reo, abogados, funcionarios, periodistas).

A continuación se le da la oportunidad de decir sus últimas palabras. Entonces se vuelve a poner al reo en posición horizontal y se inicia la aplicación de las drogas letales.

En el caso de Lockett, la muerte tardó 43 minutos en llegar y, según testigos, el reo no estaba dormido, sino bastante consciente y se quejaba de dolor con voz débil. Es decir, el anestésico que debía dormirlo no funcionó. Se informa que la droga utilizada es el midazolam, la benzodiazepina de efecto más rápido disponible en el mercado de EEUU. Antes se usaba pentotal sódico o fenobarbital, sustancias de las cuales ya no dispone la administración de prisiones, ante la negativa de los laboratorios europeos, propietarios de las patentes, a vender el producto para empleos diferentes al uso médico.

Luego, cuando los funcionarios encargados de la ejecución notaron que los efectos de las siguientes dos drogas (la que detiene la respiración y la que paraliza el corazón) demoraban demasiado en presentarse, se pusieron a revisar lo que ocurría y se dieron cuenta de que habían introducido mal las agujas y estas se habían desprendido, de manera que las sustancias no habían penetrado a la sangre por la vena, sino que se habían quedado al nivel de la piel o en el exterior.

Entonces consultaron qué hacer al director de la prisión y este ordenó suspender la ejecución. Se anunció esto a los testigos y de inmediato se cerraron las cortinas para que ellos no pudieran seguir observando el desmadre que tenía lugar en la cámara de ejecución. Los últimos 20 minutos sucedieron sin otros testigos que los funcionarios a cargo de la ejecución. Finalmente, el reo murió de un infarto cardiaco.

Esta es la realidad, más allá de la teoría sobre procedimientos de ejecución “limpios e indoloros”. Esta y otras situaciones aún más sanguinarias son la realidad de la pena de muerte, que tantos defienden, como lo hizo el cardenal Cipriani en la época de Fujimori. Pero, claro, para él, estas preocupaciones deben ser apenas una cojudez.

La ONU ha condenado lo ocurrido con el reo Lockett como una acción cruel, inhumana y humillante de la condición humana, y ha pedido al presidente Obama que imponga una moratoria sobre la pena de muerte en su país.
Artículo de Ronald Gamarra Herrera publicado en Diario16 el día domingo 11 de mayo de 2014.

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