El Medio Oriente arde violentamente en estos días. Es cierto que se trata de una región plagada de conflictos desde hace varias décadas, donde se cruzan y chocan intereses globales, más allá de los interes específicos de cada uno delos países que lo conforman. El conflicto es un dato permanente de la historia de todos estos países. Pero hoy arde más que nunca.
Hace dos años nadie hubiera predicho que las cosas estallarían y escalarían de la forma que ha ocurrido. Hasta entonces, el conflicto era administrado en buena parte por un conjunto de dictaduras férreas, que a veces se presentaban bajo una débil formalidad legal, aunque no se preocuparan mucho por ello. Egipto, el país árabe más importante de la región, tenía una dictadura aparentemente sólida, de varias décadas, encabezada por Mubarak, antiguo militar duro y distante, con pretensiones de faraón.
Inesperadamente, un conjunto de protestas cívicas, más o menos simultáneas en varios países árabes y definitivamente espontáneas, conmovió los cimientos del sistema de dictaduras y lo desbarató. Así cayeron como castillos de naipes, las dictaduras de Túnez y Libia, y en medio de todo ello, cayó también la dictadura egipcia de Mubarak; otros gobiernos árabes enfrentaban abiertos desafíos a su autoridad; y en Siria se desataba una violenta guerra civil, entre un dictador que se resiste a perder el poder y una oposición de variados matices, en un enfrentamiento que no tiene visos de definirse a corto plazo. Es una guerra civil, pero al mismo tiempo un conflicto donde las potencias mundiales juegan su propio ajedrez.
Pero Egipto es el país más importante de la región por su enorme población, su ubicación central, estratégica, su dominio del canal de Suez, su potencial económico y su poderoso ejército. La primavera democrática de inicios del 2011, masiva y unitaria contra la dictadura, hizo abrigar grandes esperanzas de cambio.
En los dos años transcurridos, esa esperanza atravesó muchos avatares y hasta cierto punto se fue despintando. Había caído la dictadura, pero el poder real seguía en manos de un ejército con intereses políticos y económicos propios. Por otro lado, las fuerzas democráticas y seculares no pudieron unificarse y, divididas de manera suicida, alcanzaron pobres resultados en las elecciones parlamentarias y presidenciales, donde arrasaron los islamistas de la Fraternidad Musulmana, seguidos de los aún más extremos salafistas.
Pese a todo, parecía que Egipto podía escapar de la disolución y la violencia. Así se inició el gobierno de Mursi, el primer presidente electo en la historia del país, con la esperanza de que, siendo islámico, no impondría su dominio exclusivo y dictatorial como lo han hecho otros movimientos similares en la región. El experimento, sin embargo, acaba de fracasar.
No está claro hasta qué punto Mursi es responsable de infringir el pacto democrático, a pesar de la evidencia de varias medidas que podían apuntar a imponer un Estado islamista. Lo cierto es que los militares lo derribaron y ante las protestas masivas de los partidarios de Mursi, han desatado una espantosa masacre, que cobró unas 600 vidas el miércoles y ya casi 100 hasta el momento de escribir estas líneas, en el “viernes de la ira”. Por su parte, los islamistas han empezado a realizar ataques armados.
¿Es el primer paso de una guerra civil que multiplicaría varias veces la de Siria? Ojalá se encuentre una salida que la evite, aunque es difícil imaginar cómo, y tal vez sea ya tarde, después de la masacre de esta semana. Para hacer una democracia se necesitan demócratas, y en Egipto ahora predominan los extremos intolerantes del ejército y los islamistas.
Artículo de Ronald Gamarra, publicado en Diario16, el domingo 18 de agosto del 2013: http://diario16.pe/columnista/42/ronald-gamarra/2761/egipto-al-borde-abismo
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