12 nov 2010

Defensa de la Defensoría




Ronald Gamarra

La Defensoría del Pueblo podría quedar acéfala y a la deriva en unos cuantos días al terminar el período de su actual titular, la doctora Beatriz Merino, quien ha cumplido una labor encomiable al frente de este organismo, que ha logrado perfilarse como un puntal indispensable en la defensa de los derechos de la ciudadanía. La labor de la doctora Merino cuenta con el reconocimiento y el respeto de tirios y troyanos. Sería entonces conveniente, por la salud de la democracia y la Defensoría del Pueblo, que continuase su gestión por un período más, tal como lo permite la ley.

No solo por haber cumplido a la altura de su cargo; también porque la continuidad prudente de las buenas gestiones –en el marco del estado de derecho– permite consolidar las instituciones. La gestión de la doctora Merino cumple con estas exigencias, a tal punto que no hay actualmente candidato que pueda pretender verosímilmente aspirar a sucederla. ¿Usted sabe de alguno? ¿Los partidos representados en el Congreso han propuesto alguna candidatura? Pues ya deberían haberlo hecho hace tiempo, a menos que pretendan improvisar a la hora nona.

¿Cuánto tardaría el Congreso en alcanzar la mayoría calificada de 80% que requiere un sucesor? Podrían pasar años, con el efecto previsible de inestabilidad y receso, de forzada hibernación, que la falta de titular ocasionaría en la Defensoría del Pueblo. Esto ya ocurrió con esta institución –¡durante cinco años, nada menos!– entre el 2000 y el 2005, maltratando de paso al doctor Walter Albán con un interinato de nunca acabar. A menos que se pretenda precisamente eso: neutralizar a la Defensoría, sacarla malamente del juego, anularla.

Debemos evitar que este organismo tan importante para la vida ciudadana sufra una solución de continuidad que lo paralice, privándonos de su acción y opinión, de su necesaria intermediación, de su fuerza moral en última instancia. Demasiadas veces hemos visto, en el Estado y la sociedad civil, cómo la frivolidad, la arbitrariedad y la cortedad de miras se imponen sobre las instituciones, descabezándolas, echándolas al garete, abandonándolas a la deriva por razones subalternas o incluso por capricho, sin mediar razón. Que esto no ocurra con la Defensoría del Pueblo.

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