Las madres de jóvenes víctimas de ejecuciones extrajudiciales de Soacha
acumulan gastos en los cementerios. Piden que el Estado se encargue de los
pagos.
El primero de
octubre de 2008, Rubiela Giraldo, una humilde trabajadora de confección,
recibió una llamada que le detuvo la vida. Desde el otro lado de la línea le
informaban que su hijo, Diego Armando Marín, había sido asesinado por tropas
del Ejército de Colombia y estaba sepultado muy lejos de Soacha, el lugar donde
había desaparecido nueve meses atrás. Otras diez mujeres de esa misma
localidad, cercana a Bogotá, recibieron llamadas similares. Ninguna se conocía,
pero todas buscaban a sus hijos —muchachos de bajos recursos económicos— que
habían recibido ofertas de trabajo por los mismos días.
Todas escucharon
las mismas palabras que resultaban inverosímiles a sus oídos: que sus hijos
habían muerto en combates con las fuerzas militares porque eran guerrilleros o
miembros de bandas delincuenciales, una mentira que pronto se disipó y se
convirtió en una de las mayores vergüenzas del Estado colombiano. Los muchachos
habían sido reclutados con engaños y promesas falsas de trabajo, desaparecidos
y posteriormente ejecutados por miembros del Ejército que, a cambio, recibían
vacaciones y felicitaciones. El caso de estos jóvenes se llamó falsos positivos
y fue solo el más conocido de los 2.248 casos que ocurrieron en todo el país
durante los mandatos del expresidente Álvaro Uribe.
Once años después,
Rubiela y varias de estas mujeres están preocupadas por otra llamada: las de
los cementerios donde están los restos de sus hijos. “Ay mamita, ya me llamaron
del cementerio y me dicen que debo 2,4 millones de pesos (cerca de 700
dólares). Eso me tiene pensativa, ¡cómo vamos a hacer para pagar toda esa
plata!”, le dice Rubiela a Jaqueline Castillo, que también perdió a su hermano
en las mismas circunstancias. Están en una encrucijada: mientras los casos se
encuentren en investigación judicial los cuerpos de sus hijos son material de
prueba y no pueden moverse ni incinerarse; pero el arrendamiento de ese espacio
sigue generando cobros y ellas continúan sin saber qué institución del Estado
debe pagar.
“El Ejército nos
coge a nuestros hijos, nos destruye la vida y de sobremesa nos toca pagar
deudas de millones”, explica Rubiela Giraldo a EL PAÍS. La norma en Colombia
indica que un cadáver puede estar sepultado o en una bóveda durante cuatro
años. Después de ese tiempo, si los familiares del muerto no son propietarios
del lote deben decidir si los incineran o si los huesos se trasladan a un
osario. Pero cuando se trata de muerte violenta, como el caso de los jóvenes de
Soacha, la Fiscalía no permite que se haga la exhumación. Y ante ese entuerto,
los cementerios les siguen cobrando alquiler a los deudos. “Como el lote no es
mío y ya pasaron más de cuatro años he tenido que seguir pagando. Y como en
algunos casos no se han hecho audiencias judiciales, entonces no podemos
disponer de los resticos de nuestros hijos”, dice la señora.
Aunque los llamados
falsos positivos son conocidos en todo el país, y hay soldados y oficiales que
han confesado su participación en estos crímenes, la justicia avanza lenta y la
muerte sigue facturando. Jaqueline Castillo cumple once años esperando justicia
por el caso de su hermano, Jaime Castillo Peña, que desapareció el 11 de agosto
de 2008 y apareció muerto dos días después en Ocaña, a 600 kilómetros de
Bogotá. La fotografía de esta mujer desgarrada junto al cadáver de su hermano
se convirtió en una de las imágenes más fuertes de las ejecuciones
extrajudiciales. Hoy es una de las líderes de la Fundación Madres de Falsos
Positivos de Soacha y Bogotá (MAFAPO), que se organizaron para exigir justicia.
“En el caso de mi
hermano todavía no hay ni un acusado, por eso quién sabe cuánto más tiempo
tendrá que estar en esa bóveda”, dice Jaqueline, cuya cuenta hace tres años ya
rondaba los 3 millones de pesos. Junto a otras madres han expuesto la situación
ante distintas entidades, incluso se reunieron con el vicepresidente del
gobierno de Juan Manuel Santos, pero no obtuvieron ninguna solución. “No
entiendo cómo el gobierno actual ofrece dinero de recompensa para capturar a un
personaje como Jesús Santrich (excomandante de las Farc prófugo) y no tiene
para ayudarnos a nosotras que hemos sido víctimas del Estado”, se queja.
Una herida abierta
Mientras van dando
puntadas a un tejido colectivo que hacen en la oficina de la fundación, las
madres cuentan sus historias como si los asesinatos ocurrieran en el instante
en que hablan. Beatriz Méndez tiene claro el momento en que supo de la muerte
de Weimar Armando Castro Méndez y aunque no olvida detalle se acaba de tatuar
el rostro de su hijo en un brazo. Ella también perdió a su sobrino, Edward
Rincón Méndez y hoy tiene el mismo drama con las deudas que, en su caso llegan
a los 12 millones de pesos, unos 4 mil dólares. “Ha pasado mucho tiempo y
seguimos esperando para saber quién nos va a ayudar con esto”, dice Méndez que
espera su turno para escuchar a los militares que darán su versión voluntaria
ante la Jurisdicción Especial para la Paz, tribunal creado tras los acuerdos de
paz con las Farc.
Varios expertos
consultados por EL PAÍS sostienen que esta situación revictimiza a estas
mujeres, que los cementerios actúan bajo la Ley y que de fondo el problema es
cómo el Estado acompaña a las víctimas en el proceso posterior al homicidio de
estos jóvenes. “No es culpa de la familia que la Fiscalía, por la naturaleza de
la investigación, impida tocar el cuerpo. Recomiendo que hagan una solicitud
formal a la Unidad de Víctimas y una adicional a la JEP, si es que sus casos se
van a investigar ahí. No puede ser que, además de que son que son víctimas del
Estado ahora les toque pagar, además, para preservar los cuerpos de sus hijos”,
dijo Ginna Camacho, de Equitas, una organización forense que trabaja sobre
desaparición forzada y protocolos de cementerios.
La Unidad para las
Víctimas admitió que este gobierno no conocía el caso de forma oficial y que la
Ley de Víctimas solo contempla ayuda para los servicios funerarios una vez
ocurren los hechos. La subdirectora, Lorena Mesa, le dijo a EL PAÍS, que hay un
principio de corresponsabilidad que obliga a la alcaldía de Bogotá y a la
gobernación de Cundinamarca donde están sepultados, a ayudar a las víctimas.
Pero las Madres de Soacha ya exploraron esa opción hace años y tampoco ocurrió
nada. ¿Qué les queda entonces? “Nosotros podríamos intentar una articulación
reuniendo a las entidades que podrían ser responsables con el tema, a ver si
podemos buscar una solución. Podemos liderar una reunión con alcaldía”, dijo la
funcionaria.
A la espera de esa
reunión, las madres no solo confían en que una década después haya avances en
la justicia, sino que dejen de recibir llamadas que las devuelvan a aquel
momento en que perdieron a sus hijos.
Fuente EL PAIS - Catalina Oquendo: https://elpais.com/internacional/2019/09/09/colombia/1568046072_636782.html
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