"La jueza Contreras me condenó pero en su sentencia no precisa por qué", escribe Ronald Gamarra en El Comercio.
Social y políticamente, una condena por opinar con libertad
y verdad es, aquí y allende los mares, una condecoración. El viernes
pasado, la jueza María Elena Contreras González, del 35º Juzgado Penal,
me otorgó tal distinción. Desde el plano jurídico, el dictado de una
sentencia por ofrecer y demostrar información de interés público e
interpretarla –o sea, opinar– es un atentado contra la libertad de expresión. El último viernes, eso hizo la jueza, al condenarme por el inexistente delito de opinión.
Los hechos de interés público que narré en el semanario “Hildebrandt
en sus trece”, y sobre los cuales opiné, detallan la intervención de Luz
Marina Guzmán, por entonces consejera del Consejo Nacional de la
Magistratura (CNM),
en el proceso de ratificación de la fiscal Mirtha Chenguayén, la que se
produjo con el voto de Guzmán en diciembre del 2011, pese a que la
indicada fiscal la investigaba por la presunta comisión del delito de
falsificación de documentos; y el cierre de la investigación contra la
consejera por parte de la fiscal ya ratificada, en enero del 2012. Los
hechos son incontrovertibles. Acontecieron. Y de la forma en que los
expuse. En ese contexto fáctico, y como corolario de la presentación,
desarrollé una legítima opinión, crítica, pero no agraviante u ofensiva.
Es decir, dentro de los parámetros de la libertad de expresión constitucionalmente garantizados.
La jueza Contreras me condenó pero
en su sentencia no precisa por qué. Acaso por la información que
transmití. Por algún extremo de ella. Quizá por la opinión que vertí.
Alguna frase en concreto. No tengo la menor idea y quien lea su
misteriosa sentencia estará tan desconcertado como yo. Mismo Josef K. en
la novela “El proceso” de Kafka. En esas circunstancias, una pregunta
me invade: ¿De qué me defiendo ante el superior que conozca de la
apelación que he presentado? ¿De qué? Apelación que, dicho sea de paso,
solo fue posible previo pago de una tasa de 2.187 soles. Un asalto. Una
barrera de acceso a la justicia.
Para condenarme, la jueza Contreras impugna el interés público de los
hechos en los que participaron la consejera y la fiscal. Aporta al
derecho una suerte de tesis de la caducidad del concepto “interés
público”. Dice la magistrada que el paso del tiempo –cuatro años– hizo
perder a los hechos, que relaté y sobre los que opiné, su calificación
de interés público. Su relevancia social. ¡Vaya juicio el de Contreras!
Con esa consideración no podríamos informar ni opinar siquiera sobre la
corrupción de las empresas brasileñas, la barbarie terrorista, las
violaciones de los derechos humanos, el autogolpe del 5 de abril, y un
interminable etcétera. Y quien lo haga se expondría a la condena segura.
Tremenda jueza. Tremendo disparate el suyo.
Para condenarme, la jueza Contreras afirma que los hechos relatados
en mi artículo ya habían sido conocidos en su oportunidad. Lo que es
falso. La noticia ya propagada era la de la imputación a la consejera de
una presunta comisión de delito, pero lo que traía mi cuartilla eran
datos desconocidos: la consejera ratificó a la fiscal que la investigaba
y la fiscal ratificada archivó la investigación de Luz Marina Guzmán.
Por lo demás, para condenarme, la jueza Contreras relativiza el hecho
de que, a la fecha de la publicación del artículo, la actuación de la
consejera Luz Marina Guzmán venía siendo objeto de seguimiento y
análisis en la comisión del Congreso que investigaba los actos de
corrupción acontecidos en la región Áncash en los tiempos de Álvarez.
Así que actual y relevante era. De allí que, incluso, su insólita tesis
sobre la caducidad del concepto “interés público” no resultaba
aplicable a mi caso. Pero eso tampoco le importó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario