Probablemente, el sector más golpeado por la crisis sanitaria que vivimos sea el de la niñez y adolescentes. Por cierto, no porque entre ellos se produzca un alto número de víctimas directas como enfermos del covid 19, sino porque socialmente, en bloque, han sufrido consecuencias directas en el plano psicológico por la ansiedad de la enfermedad y la muerte de sus abuelos y las medidas de confinamiento prolongadas que han debido sobrellevar a una edad en que el cuerpo y la mente están en acelerado desarrollo y exigen sobre todo actividad y experiencia de iniciación en el conocimiento del mundo.
Parte esencial de ese desarrollo es la educación. Ese derecho humano fundamental, básico e inalienable, que contribuye al despliegue de la dignidad de las personas. Ese medio indispensable de realizar otros derechos humanos. Pues bien, las niñas, los niños y adolescentes de nuestro país perdieron por completo el año educativo 2020 y a estas alturas es indudable que perderán también el correspondiente al 2021. Dos años completos de formación y aprendizaje, perdidos para esta generación, que ya no se recuperarán jamás. Una catástrofe, pues. Los niños y adolescentes de esta época que ha enfrentado una situación tan difícil, con consecuencias parecidas a las de una guerra, tendrán enormes desventajas que superar para poder aspirar a un futuro digno.
El desastre abarca por completo a la educación pública, pero gran parte de la educación privada, la de pensiones más bajas, tampoco ha podido escapar a él. En realidad, ni siquiera los grandes colegios privados salen indemnes, pues la instrucción por internet no sustituye ni de lejos la enseñanza en el aula y el contacto directo con los profesores. Los padres de familia, especialmente las madres, han tenido que tratar de hacerse cargo de la mitigación de la catástrofe, sumando esta preocupación a las de la sobrevivencia, pero es evidente que sus esfuerzos solo pueden ser parciales y dispersos.
Esta gran calamidad educativa se suma al monumental desastre que ya era, en realidad, la educación nacional. Pero ahora se trata de que, lo que estaba en muy mala situación, termina por irse al fondo del barranco. Las niñas, los niños y adolescentes de nuestro país, que teóricamente cuentan con una protección constitucional preferente, de pronto se quedaron sin ese soporte precario, endeble, de muy baja calidad, pero soporte, al fin y al cabo, que les daba la escuela. La escuela que, finalmente, es la vía de inserción de la niña, niño y el adolescente a una sociedad extremadamente cerrada y para nada abundante en oportunidades.
La educación pública y la salud pública han sido las dos mayores víctimas de la política de privatización predominante en nuestro país en los últimos treinta años. Política que fue inaugurada por el fujimorismo, con el abandono total de mínimas cotas de calidad educativa. Así fue como vimos descender, año tras año, el nivel educativo más allá de lo que podía imaginarse, siempre descubriendo nuevo espacio para empeorar. El ingreso a saco de los mercaderes en el sector educativo tuvo su correlato en el nivel más bajo de la educación nacional en muchas décadas.
Precisamente, ante esa decadencia, cobró alguna fuerza el reclamo por reforzar y desarrollar la calidad educativa. Una calidad educativa que, en mínima medida, con suma timidez y afrontando grandes dificultades, se trató de impulsar en esta década y que el fujimorismo petardeó arteramente con las sucesivas censuras de ministros de educación como Jaime Saavedra, hoy director mundial de educación del Banco Mundial, y el ataque sistemático al enfoque de igualdad de género desde la perspectiva del oscurantismo y el machismo.
Recuperar la educación peruana para nuestras niñas, niños y adolescentes y darle la calidad necesaria es una tarea que, después del desastre de esta pandemia, deberíamos finalmente afrontar. Sin embargo, nada indica que transitaremos esa vía. La recuperación de la educación peruana es un objetivo de realización incierta. Las señales que dan ambos candidatos de la segunda vuelta son muy desalentadoras. No tienen un plan, ni siquiera una reflexión, una visión, de las necesidades y el futuro de la educación peruana.
Hace unos días, por ejemplo, Pedro Castillo anunció la reorganización de la SUNEDU, uno de los raros esfuerzos del Estado por promover la calidad a nivel universitario. En ese propósito demagógico coincide, sin duda, con Keiko Fujimori, cuya tendencia política está precisamente en el origen y la existencia de las universidades basura, que la financiaron en sus campañas e intrigas. Todos recordamos lo que hicieron con la universidad Alas Peruanas, caja del fujimorismo. Como nos acordamos del permanente ataque al que Keiko y sus secuaces, desde el Congreso y también fuera de él, sometieron a esa Superintendencia. Con candidaturas así, es muy posible que las niñas, niños y adolescentes peruanos también pierdan el año escolar 2022.
Fuente Hildebrandt.
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