28 ago 2020

Ronald Gamarra: Normalización de la muerte

Cincuenta mil muertos en nuestro país como resultado de la pandemia de covid, con la perspectiva de crecer mucho más, no se sabe hasta qué cifra, es algo que se dice muy fácil y rápido, pero resulta imposible de aceptar. Son tantos muertos, tantos, como los que podría haber en una guerra, tal vez más que todas las que hemos sufrido en dos siglos de república. Y, sin embargo, como sociedad y Estado, este trago infinitamente amargo nos lo estamos bebiendo con una pasividad, con una negligencia, con una falta de alternativas que ya da vértigo.

Los 50 mil muertos actuales y los que vendrán, solo son ya un número, una estadística que se observa con cínica indiferencia. Empapados ya, desde lo más alto del poder hasta el ciudadano más común, con la idea disociadora y egoísta de que “cada uno baila con su propio pañuelo”, todos tienden a pensar, sin mayor reflexión, que a ellos no les tocará la mala suerte, que la muerte es para otros, los condenados a ser el costo social de una “normalización” que no es ni puede ser tal en tanto la pandemia no sea contenida mediante una acción efectiva.

Allí tenemos al gobierno, cada vez más hundido en la confusión y el caos político, marchando a tientas, sin rumbo reconocible, ahogado además por la ineficacia y la negligencia de su propia burocracia, que no cesa de poner trabas al cumplimiento de las disposiciones más elementales que son dictadas, o a las iniciativas que surgen desde la sociedad civil para afrontar problemas concretos como el abastecimiento de oxígeno. El fracaso del gobierno en proveer esta necesidad elemental de los pacientes más graves, a pesar del largo tiempo transcurrido, es sumamente elocuente de su naufragio.

Allí tenemos también a este Congreso de pacotilla, integrado por sinvergüenzas y analfabetos funcionales, que no cesa de esforzarse por igualar al que lo precedió. Hemos cambiado mocos por babas, hay que decirlo con tristeza. Un Congreso repleto de demagogos y tunantes que hacen y deshacen en función de intereses oscuros o puramente electoreros, que hasta ahora no mueven un dedo en la lucha contra la corrupción blindada por el parlamento anterior, y que frente a la pandemia solo pone obstáculos al gobierno y promueve el dióxido de cloro.

Como si esto fuera poco, tenemos a montones, a todo nivel social y por todas partes del país, ciudadanos inconscientes de su ciudadanía, que se niegan a colaborar en el gran esfuerzo colectivo que esta pandemia nos exige para hacerle frente y vencerla. No pues, para qué tomarse molestias, si a uno no le va a rozar lo que sí les tocó a esos pobres 50 mil que ya no están. Si soy joven y, si me pega, hay pocas probabilidades de ser tan piña como para coger un caso fatal; allá los viejos, ellos sí están jodidos, pero ya han vivido su vida, pues. Los viejos a la tumba del covid, los jóvenes a la pachanga clandestina.

Y así, con una inconsciencia colectiva realmente suicida, añadimos a la tragedia del covid, más desgracias de nuestra propia cosecha, como la que ocurrió en la discoteca de Los Olivos donde 13 personas murieron pisoteadas y asfixiadas cuando trataban de huir de una intervención policial sobre una fiesta prohibida por el estado de emergencia en que vivimos. Un caso que nos pinta de cuerpo entero a todo nivel, donde confluyen responsabilidades, o tal vez irresponsabilidades, tanto de autoridades, empresarios inescrupulosos y juergueros con la cabeza evidentemente vacía.

Lo ocurrido en la discoteca de Los Olivos es, en pequeño, lo que ocurrió en el Estadio Nacional de Lima en 1964. La Policía Nacional ya debería haber aprendido de aquella tremenda tragedia. ¿No era más efectivo, en vez de capturar a los 120 irresponsables que chupaban y bailaban, hacer un seguimiento de los dueños y promotores del local y capturarlos exclusivamente a ellos, en sus casas, con los cargos bien fundamentados para que no paren hasta la cárcel? La Policía seguramente actuó legalmente, pero probablemente le faltó criterio.

Trece muertos que parecieron no impresionar demasiado a la gente, si se tiene en cuenta los comentarios atroces que poblaron las redes sociales celebrando la muerte de aquellas personas. Que se lo merecían por infringir las normas, decían, como si fueran jueces inapelables, y pasemos a otra cosa más importante. Ni asomo de consternación o empatía por lo ocurrido. Mucho menos aún, alguna reflexión objetiva sobre lo ocurrido en concreto y lo que esto refleja o evidencia como un mal moral generalizado. Trece muertos que no nos importan, que solo sirven para abultar las estadísticas del Sinadef.

Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece el día viernes 28 de agosto de 2020.

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