El ser humano tiene derecho a la dignidad. Este derecho es irrestricto y válido en toda circunstancia. No se concibe la
calidad de ser mujeres y hombres, niños, adultos o de la tercera edad, sea cual
fuere su condición, bajo ninguna situación de menoscabo de la dignidad humana.
Esta es la ley de los derechos humanos y no tiene posibilidad de contradicción,
a pesar de lo que preconicen o pretendan ciertos defensores de los abusos “en
determinadas circunstancias”, que naturalmente son las que les convienen a
ellos y sus intereses.
Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece el viernes 18 de octubre de 2019.
El derecho a la dignidad debe entenderse
como válido para toda la vida del individuo, incluida la terminación de ésta.
La muerte es un hecho natural e inevitable para todos los individuos; nadie
puede ser ajeno a ella. Por eso, el final de la vida no puede estar al margen
del derecho a la dignidad de todas y cada una de las personas que finalmente la
afrontaremos, tarde o temprano. El derecho a la muerte digna es simplemente el
corolario forzoso del derecho a la dignidad de la persona durante todo el ciclo
de su vida.
Entiéndase bien. Se trata de un derecho,
es decir de una potestad del individuo. De la voluntad libre, informada e
inequívoca de un ser humano (usted, yo), en situaciones límites, de
enfrentamiento a una muerte inminente o un problema de salud grave e irreversible que cause un sufrimiento
persistente e intolerable, para adoptar decisiones que tengan como
fin previsible la culminación de su vida, en tanto se trata de cuestiones
vinculadas a la autonomía personal. Nadie más tiene derecho a decidir por él
las condiciones y el momento en que el final ha de tener lugar. Nadie, ni
siquiera alguien de su entorno más cercano. Contrariamente a los que algunos
creen, la muerte no puede estar en manos de la religión ni del Estado. Ni los
curas ni los burócratas tienen derecho a decidir según sus particulares intereses
o ideologías -la vida es sagrada y la muerte solo debe llegar por medios
naturales- lo que corresponde únicamente a cada individuo en su fuero más
íntimo. El derecho a la muerte digna no es una concesión al individuo sino un
derecho que emana de su propia dignidad.
El caso de Ana Estrada Ugarte, de 42 años,
difundido este mes por Hildebrandt en sus
trece, que sufre de polimiositis, una enfermedad autoinmune degenerativa
terminal, pone sobre la mesa con la urgencia e importancia que tiene, pero que
no merece en la agenda pública, el derecho a la muerte digna. Ana, con un
estoicismo y serenidad ejemplares, ha llegado a la conclusión de que en algún
momento muy próximo tal vez tenga que recurrir a ejercer un derecho que no está
debidamente contemplado en el Perú.
Porque sucede que el derecho a la muerte
digna no está señalado de forma explícita, literal, en nuestro país. Desde el
punto de vista teórico, se puede deducir sin mayor obstáculo a partir de una
interpretación de la Constitución basada en la fidelidad al principio de la
dignidad humana: el derecho a vivir en forma digna importa también el derecho a
morir con dignidad; pero contradicen esta posibilidad quienes aferrándose a
cualquier pretexto levantarán la bandera de la defensa abstracta e irrestricta
de la vida, sin excepción alguna, para defender sus particulares creencias religiosas,
aunque eso signifique que muchas personas enfermas deban sufrir el infierno en
la tierra hasta su último aliento o tengan que enfrentar el encarnizamiento médico.
El derecho a la muerte digna no solo no
está literalmente señalado, también está criminalizado para quien lo asista, si
bien con cierta atenuación. El Código Penal, en su artículo 112, establece: “El
que, por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa
y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena
privativa de libertad no mayor de tres años”. En su formulación típica, la
atenuación de la sanción no quita el hecho concreto de que sigue siendo
considerado un delito, una conducta penalmente reprochable que se debe
sancionar. Y su autor, un delincuente. Puesto en tal circunstancia, quien actúa
por piedad tendrá que contratar un abogado, defenderse en los tribunales, lidiar
con las creencias religiosas de nuestros magistrados, argumentar el no dominio
del comportamiento del “enfermo incurable” y el emprendimiento de un acto
solidario, y esperar lo que venga.
Esto
no puede seguir así. Tiene que cambiar cuanto antes porque es de una injusticia
radical. Definitivamente el próximo Congreso que elegiremos el 26 de enero,
debería incluirlo entre sus primerísimas prioridades. Tal vez, antes, el
Gobierno podría adelantar algo mediante legislación de urgencia. Lo que no
debemos permitir es que muchas personas se vean tan abandonadas por la sociedad
que ni siquiera puedan ver una posibilidad de salida digna a sus atroces
sufrimientos en el curso de enfermedades terminales, o a sus padecimientos
inhumanos: eutanasia (Colombia), muerte asistida (Canadá), abstención
terapéutica (Argentina). O que el Estado las obligue a judicializar sus decisiones,
en procedimientos innecesarios, burocráticos, eternos, que solo incrementarán
su agonía (a los que habrá que acudir si no queda otro camino). O a adelantar
su propósito de quitarse
la vida por temor a no poder hacerlo cuando su dolor se vuelva insoportable, o
ya no pueda expresar su voluntad.
Nadie debe estar abandonado al sufrimiento
del dolor o de padecimientos sin término ni alivio, en situaciones en que la
vida no tiene ya más posibilidades de durar, salvo por medios artificiales que
no prolongan la vida sino el tormento. Porque una vida donde todo se reduce a
sufrir aflicción extremo, convulsiones, incapacidad de valerse por sí mismo
para lo mínimo, descontrol de las funciones elementales del cuerpo, decadencia
y ruina corporal indetenible, ya no es vida. Y quienes se empeñan en
prolongarla contra la voluntad del paciente, terminal o no, cometen otra forma
del asesinato. Es un acto bárbaro, inhumano, obligar a otro a soportar
padecimientos indignos, en nombre de creencias ajenas.
Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece el viernes 18 de octubre de 2019.
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