20 oct 2019

Ronald Gamarra: "La muerte digna, un derecho humano"

El ser humano tiene derecho a la dignidad. Este derecho es irrestricto y válido en toda circunstancia. No se concibe la calidad de ser mujeres y hombres, niños, adultos o de la tercera edad, sea cual fuere su condición, bajo ninguna situación de menoscabo de la dignidad humana. Esta es la ley de los derechos humanos y no tiene posibilidad de contradicción, a pesar de lo que preconicen o pretendan ciertos defensores de los abusos “en determinadas circunstancias”, que naturalmente son las que les convienen a ellos y sus intereses.

El derecho a la dignidad debe entenderse como válido para toda la vida del individuo, incluida la terminación de ésta. La muerte es un hecho natural e inevitable para todos los individuos; nadie puede ser ajeno a ella. Por eso, el final de la vida no puede estar al margen del derecho a la dignidad de todas y cada una de las personas que finalmente la afrontaremos, tarde o temprano. El derecho a la muerte digna es simplemente el corolario forzoso del derecho a la dignidad de la persona durante todo el ciclo de su vida.

Entiéndase bien. Se trata de un derecho, es decir de una potestad del individuo. De la voluntad libre, informada e inequívoca de un ser humano (usted, yo), en situaciones límites, de enfrentamiento a una muerte inminente o un problema de salud grave e irreversible que cause un sufrimiento persistente e intolerable, para adoptar decisiones que tengan como fin previsible la culminación de su vida, en tanto se trata de cuestiones vinculadas a la autonomía personal. Nadie más tiene derecho a decidir por él las condiciones y el momento en que el final ha de tener lugar. Nadie, ni siquiera alguien de su entorno más cercano. Contrariamente a los que algunos creen, la muerte no puede estar en manos de la religión ni del Estado. Ni los curas ni los burócratas tienen derecho a decidir según sus particulares intereses o ideologías -la vida es sagrada y la muerte solo debe llegar por medios naturales- lo que corresponde únicamente a cada individuo en su fuero más íntimo. El derecho a la muerte digna no es una concesión al individuo sino un derecho que emana de su propia dignidad.

El caso de Ana Estrada Ugarte, de 42 años, difundido este mes por Hildebrandt en sus trece, que sufre de polimiositis, una enfermedad autoinmune degenerativa terminal, pone sobre la mesa con la urgencia e importancia que tiene, pero que no merece en la agenda pública, el derecho a la muerte digna. Ana, con un estoicismo y serenidad ejemplares, ha llegado a la conclusión de que en algún momento muy próximo tal vez tenga que recurrir a ejercer un derecho que no está debidamente contemplado en el Perú.

Porque sucede que el derecho a la muerte digna no está señalado de forma explícita, literal, en nuestro país. Desde el punto de vista teórico, se puede deducir sin mayor obstáculo a partir de una interpretación de la Constitución basada en la fidelidad al principio de la dignidad humana: el derecho a vivir en forma digna importa también el derecho a morir con dignidad; pero contradicen esta posibilidad quienes aferrándose a cualquier pretexto levantarán la bandera de la defensa abstracta e irrestricta de la vida, sin excepción alguna, para defender sus particulares creencias religiosas, aunque eso signifique que muchas personas enfermas deban sufrir el infierno en la tierra hasta su último aliento o tengan que enfrentar el encarnizamiento médico.

El derecho a la muerte digna no solo no está literalmente señalado, también está criminalizado para quien lo asista, si bien con cierta atenuación. El Código Penal, en su artículo 112, establece: “El que, por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años”. En su formulación típica, la atenuación de la sanción no quita el hecho concreto de que sigue siendo considerado un delito, una conducta penalmente reprochable que se debe sancionar. Y su autor, un delincuente. Puesto en tal circunstancia, quien actúa por piedad tendrá que contratar un abogado, defenderse en los tribunales, lidiar con las creencias religiosas de nuestros magistrados, argumentar el no dominio del comportamiento del “enfermo incurable” y el emprendimiento de un acto solidario, y esperar lo que venga.

Esto no puede seguir así. Tiene que cambiar cuanto antes porque es de una injusticia radical. Definitivamente el próximo Congreso que elegiremos el 26 de enero, debería incluirlo entre sus primerísimas prioridades. Tal vez, antes, el Gobierno podría adelantar algo mediante legislación de urgencia. Lo que no debemos permitir es que muchas personas se vean tan abandonadas por la sociedad que ni siquiera puedan ver una posibilidad de salida digna a sus atroces sufrimientos en el curso de enfermedades terminales, o a sus padecimientos inhumanos: eutanasia (Colombia), muerte asistida (Canadá), abstención terapéutica (Argentina). O que el Estado las obligue a judicializar sus decisiones, en procedimientos innecesarios, burocráticos, eternos, que solo incrementarán su agonía (a los que habrá que acudir si no queda otro camino). O a adelantar su propósito de quitarse la vida por temor a no poder hacerlo cuando su dolor se vuelva insoportable, o ya no pueda expresar su voluntad.

Nadie debe estar abandonado al sufrimiento del dolor o de padecimientos sin término ni alivio, en situaciones en que la vida no tiene ya más posibilidades de durar, salvo por medios artificiales que no prolongan la vida sino el tormento. Porque una vida donde todo se reduce a sufrir aflicción extremo, convulsiones, incapacidad de valerse por sí mismo para lo mínimo, descontrol de las funciones elementales del cuerpo, decadencia y ruina corporal indetenible, ya no es vida. Y quienes se empeñan en prolongarla contra la voluntad del paciente, terminal o no, cometen otra forma del asesinato. Es un acto bárbaro, inhumano, obligar a otro a soportar padecimientos indignos, en nombre de creencias ajenas.

Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece el viernes 18 de octubre de 2019.

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