Las víctimas de trata necesitan años para recuperarse. Tras escapar de las mafias que las han anulado y aterrorizado reconstruyen su vida con ayuda de organizaciones sociales.
A Carla tardaron una semana en contarle que no iba a trabajar cuidando
niños. Ni ancianos. Tampoco limpiado pisos, como le habían dicho. No.
Tenía que prostituirse. Se lo comunicaron sin adornos. La intimidaron.
Amenazaron con dañar a su familia. Y tenía motivos para creerles.
Muchos. Le habían retirado su pasaporte brasileño nada más aterrizar en
España con alguna excusa y ahora estaba en un país desconocido a merced
de unas personas que creyó que la ayudarían. “Yo estaba estudiando en
la universidad, me quedé sin trabajo y una amiga me ofreció la
posibilidad de venir a trabajar en el servicio doméstico durante seis
meses para ahorrar algo de dinero. Pensé que sería un tiempo duro, pero
que lo superaría. Cuando llegué la realidad era bien distinta. Nunca
creí que eso me podría ocurrir a mí. Pensaba que todo aquello que se
contaba sobre mujeres engañadas era mentira”, cuenta con el gesto duro.
Tenía 23 años.
La brasileña Hbrasileña estuvo unas semanas en un piso de Madrid frecuentado por hombres que querían sexo a cambio de dinero.
Después, en Portugal. En Sevilla. Y vuelta a la capital española.
Siempre en pisos, como muchas de las mujeres extracomunitarias sin
papeles. Cuanto más lejos del ojo público, mejor. “No podía salir sola.
Me controlaban todo. Es lo que las redes hacen hasta que te aleccionan.
Hasta que están seguros de que no te vas a escapar. Tienes demasiado
miedo”, remarca Carla (nombre supuesto, como todas las mujeres que
hablan en este reportaje, para proteger su identidad). Así estuvo más de
un año. “Vine con una maleta llena de sueños y caí por un pozo que creí
que no tenía salida”, dice atusándose la coleta que sujeta sus rizos
oscuros. La tuvo.
Carla, una mujer seria, elocuente, con voz grave y suave
acento, ayuda hoy a otras mujeres a escapar de las mafias. Es agente
social en la organización especializada APRAMP
y una de las mediadoras que ayudan a identificar a las víctimas de esta
lacra y que las asisten para que puedan rehacer su vida. “Somos
supervivientes de trata y les contamos que si nosotras pudimos salir,
ellas también”, dice. En el equipo son 12. Hay rumanas, brasileñas,
paraguayas, nigerianas y dominicanas; las principales nacionalidades de las mujeres que llegan a España
para ser explotadas sexualmente, según los datos de las autoridades.
Una vez que logran salir de la red criminal que las ha traído empieza su
recuperación. Y el proceso, cuenta Carla, es durísimo. “Hay que
recuperar hábitos que uno ha perdido. Hay que volver a aprenderlo casi
todo, porque cuando nos traen nos anulan completamente como personas,
física, psicológica y económicamente”, dice la mediadora.
Alina todavía no se ha recuperado. Han pasado dos años desde que
consiguió dejar atrás a la mafia que la llevó desde Rumania a España con
engaños. "Me amenazaron, apalearon y convirtieron en una esclava
sexual. Eso somos, que nadie se engañe", se lamenta. A ella fue el primo de una conocida quien la captó, la engatusó con palabras de amor hasta el día que la vendió.
Todavía está aterrorizada de que la encuentren. Consiguió salir del
club en el que la explotaban después de una redada y ahora vive en otra
comunidad. Esta joven de poco más de veinte años, nerviosa y muy delgada
cuenta que está pensando en volver a Rumania. “He hecho varios cursos,
uno de peluquería, que me gusta mucho. Sería muy bonito volver y poder
trabajar de ello en mi país, pero no sé…”, dice tímidamente. Reconoce
que todavía le queda un trecho para ser autónoma y reaprenderlo todo,
como dice Carla.
Blessing también estaba completamente devastada. La nigeriana, que hoy tiene 32 años llegó a España en patera con una bebé de solo unos meses y embarazada. La mujer prefiere no recordar todo lo que vivió en el viaje desde su país a Marruecos, donde dio a luz a su hija. Sólo que cuando llegó a España, donde fue madre del segundo bebé, tenía una deuda de más de 30.000 euros que debía saldar prostituyéndose a diario en la calle. “No hablaba castellano, vivía con los dos niños en una habitación. Era muy difícil”, recuerda deteniéndose un instante en cada frase. Blessing relata que se veía obligada a dejar a los niños al cuidado de alguna compatriota. La red criminal le retiraba todo el dinero que conseguía en la calle con la teórica promesa de pagarle un ‘sueldo’ a final de mes. Ese ‘salario’ apenas le llegaba para costear la habitancioncilla y la comida.
“Tenía miedo. Por mis hijos, por mí”, reconoce la nigeriana.
Hasta que un día no pudo más y pidió ayuda. Era diciembre de 2015 y
llevaba esclavizada en la prostitución más tiempo del que quiere
recordar. Blessing y sus dos chiquillos fueron asistidos por SICAR, una
entidad especializada de Cataluña que dispone de programas de apoyo y
pisos protegidos para víctimas de la trata. Es una de las pocas en
España en las que las mujeres pueden vivir con sus hijos. Una realidad
que la Administración contempla en escasas ocasiones pero que cada vez
es más común, explica Rosa Cendón, psicóloga de SICAR, que actualmente atiende a 14 casos como el de Blessing.
“Han aumentado mucho los casos de subsaharianas que llegan con niños
muy pequeñitos o embarazadas”, dice. Pero tristemente, lo más frecuente
es que a las mujeres, una vez fuera del control de la mafia, se les
retire la tutela de los niños y que estos pasen a un centro de menores,
critica Cendón. Después de todo lo que han pasado, no se les reconoce su
derecho a ser madres y su capacidad para cuidar de sus hijos, de
rehacer su vida.
Blessing consiguió que no la separaran de sus pequeños y
ahora viven los tres en un apartamento que les ha proporcionado la
entidad catalana. Ella y sus hijos han hecho terapia y ahora están
rehaciendo su vida. “Lo que me pasó no es algo que vaya a olvidar algún
día, pero ahora estoy contenta. Tenemos qué comer, estoy estudiando para
tener un trabajo en la limpieza. Mis hijos están felices”, cuenta
orgullosa. Afirma que cuando tengan edad suficiente les explicará todo
lo que le sucedió. No quiere escondérselo.
Tampoco Carla. Un tiempo después de que escapara de la mafia que la
esclavizó, cuando estuvo preparada, contó todo a su familia. “Es parte
de quién soy ahora. No tengo vergüenza”, dice. La brasileña recuerda como si fuera ayer el día que logró huir.
El día de su “rescate”. Una mediadora de APRAMP, como lo es ella hoy,
había estado recogiendo indicios de que era una víctima de la trata y un
día habló con ella. “Me dijo que yo podía tener una vida diferente, que
no tenía que estar allí. Me había dado un número de teléfono para
emergencias activo 24 horas y un día, que me habían dado una paliza
tremenda y que creía que a la siguiente me iban a matar, llamé para que
me sacaran. No es fácil porque cuando llevas allí siete u ocho meses,
dejas de creer en ti misma y en la gente. Y cuando ves que viene otra
persona con promesas piensas que no las va a cumplir. Pero yo estaba tan
desesperada. Llegó un determinado momento de mi vida en que yo me había
olvidado de mi nombre, de a lo que había venido. No podía más”, cuenta.
APRAMP activó su dispositivo de rescate y Carla pasó a un
piso protegido donde empezó la terapia psicológica y donde se le ofreció
apoyo legal. En España, apunta Rocío Nieto, presidenta de la
organización que ayudó a Carla, la asistencia a las víctimas de trata
está mayoritariamente en manos de organizaciones como la suya o como Proyecto Esperanza,
con pisos en 15 ciudades a los que llegan las mujeres derivadas desde
las fuerzas de seguridad y donde se les da asistencia médica, clases de
español, talleres. Eso si se las identifica como víctimas de trata, algo
que no siempre ocurre. Una grieta en el sistema que ha permitido que
haya mujeres que han vivido esta lacra detenidas en la calle e internadas en los CIE, como denuncia una investigación de Women’s Link Worldwide
y como ha alertado la Defensora del Pueblo. O que han recibido multas
por “exhibición obscena del cuerpo” por prostituirse en la calle.
Carla sí fue identificada como víctima de trata. Una vez a
salvo empezó a hacer cursos para mantenerse ocupada y a formarse para
poder tener un trabajo. Estudió para auxiliar de geriatría y estuvo
algún tiempo cuidando de una anciana a la que hoy considera parte de su
familia. Cuando pudo, empezó a formarse como agente social para llegar a
ser mediadora.
Mientras la brasileña relata su historia en la sede de
Madrid, en uno de los barrios con más prostitución callejera, siete
supervivientes hacen un ejercicio de relajación en la habitación
contigua. En otra salita, tres chicas nigerianas con el cabello peinado
en decenas de rulos hechos con trencitas, colorean un dibujo. A la
entrada, otras cosen varios vestidos en uno de los talleres que la
organización —que colabora con empresas como Reale y con asociaciones de
modistas y confeccionadores— ha puesto en marcha. Carla se ajusta el
chaleco, mira su teléfono y sale del local. Solo pasan un par de metros
cuando empieza a hablar con las mujeres que aguardan en la calle a que
llegue algún cliente. Las saluda. Le da su tarjeta a un par de ellas y
sigue su camino. Espera que alguna de ellas llame, como lo hizo ella. Y
que vuelvan a vivir.
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