"Sea por ignorancia, impulsos represores u intereses ocultos, siempre habrá personajes que intenten silenciar a la prensa".
La semana pasada Hsemana pasada debe haber sido una de las peores que se recuerde para las libertades de expresión y prensa en el Perú.
Dejemos por un momento de lado el inspirador proyecto de ley de Úrsula Letona y Alejandra Aramayo
para garantizar inocentemente desde el Congreso “la información
objetiva, veraz, plural y oportuna”, y para que nuestros desinteresados y
nobles parlamentarios nos ayuden –neutralmente, por supuesto– a “evitar
la influencia en contenido y línea editorial” de los medios de
comunicación. No convirtamos a esta en la “columna número 101 de la
infamia” y evitemos el debate público; mejor enclaustrémoslo en esa
mágica incubadora de prodigiosas partituras legales llamada Parlamento,
como proponen nuestras garantistas madres de la patria.
Mientras en el Congreso se cocinaba una mordaza a la prensa
que hasta el mismísimo Vladimiro Montesinos envidiaría (Gonzalo
Zegarra, dixit), nos olvidamos que, así como en la gastronomía, en el
Perú nos sobran los intérpretes cuando de hornear trampas a la libertad de expresión se trata.
Ahí está la ‘cuisinière’ Geymi Gastañaga –fiscal en sus tiempos libres–, que la semana pasada decidió abrir una investigación
preliminar en sede policial contra el periodista Jaime Chincha, a raíz
de una queja presentada por el gobierno de Nicolás Maduro, a través de
la Embajada Venezolana en Lima. ¿La razón? Un reportaje periodístico en
la vía pública, frente al local de la Embajada Venezolana, para el canal
Willax TV.
¿Tiene algo de malo eso? ¿No existen las libertades de tránsito,
expresión y prensa? Pues para el equilibradamente democrático Gobierno
Venezolano –habrá que suponer– cubrir periodísticamente una
manifestación en la puerta de una embajada seguramente califica como la
promoción e incitación de “un escenario hostil y de descrédito”. Más
insólito aun, sin embargo, es que una fiscal peruana, que –se supone
también– sabe Derecho, pueda creer que estas acciones puedan ser penadas
e, incomprensiblemente, ameriten una investigación por el delito de
falsedad genérica (¿?).
Y cómo olvidar a la chef María Elena Contreras, del Juzgado Penal 35
de Lima, que cuando no está preparando manjares, se dedica a decidir
cuándo empieza y cuándo termina el interés público de una noticia. Para
ella, por ejemplo, escribir una columna de opinión sobre el sospechoso
caso de una fiscal que archivó una investigación penal por presunta
falsificación de firmas contra una integrante del Consejo Nacional de la
Magistratura que, en paralelo, estaba evaluando si ratificaba o no en
el cargo a la misma fiscal que la investigaba (a la que finalmente
ratificó, sin inhibirse pese al evidente conflicto de interés entre
manos), no tiene interés público, pues ya habían transcurrido cinco años
desde los hechos. Y, usando ese argumento, la jueza Contreras terminó condenando a un año de prisión suspendida y al pago de una reparación civil de S/10.000 al autor de la columna, Ronald Gamarra.
Bajo la receta de Contreras, entonces, no deberíamos opinar tampoco
sobre la dictadura de Velasco, el Caso El Frontón, el autogolpe de
Fujimori y ni siquiera sobre los casos de corrupción de Odebrecht. Muy
viejos, ya pa’ qué.
Sea por ignorancia, impulsos represores u otros intereses ocultos, siempre habrá personajes que intenten silenciar a la prensa.
El Estado (jueces, congresistas y gobernantes) tiene varias
herramientas para censurar a quienes considere incómodos. Ya debería ser
hora de que le quitemos por lo menos esa peligrosa arma que le permite
encarcelar a quienes se expresan libremente.
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