3 jun 2018

Rosa María Palacios: La peor pandemia silenciosa del Perú


¿Alcanza acaso que recién después de la muerte de Eyvi Ágreda el presidente Vizcarra anuncie una futura ley contra el acoso? No, no alcanza. Hoy el cuerpo de una mujer es un “territorio liberado” donde cualquier hombre posa sus manos, sea para obtener placer sexual, sea para marcarlo o destruirlo. Una mujer no está segura del acoso en ninguna parte.

Eyvi Ágreda entró a nuestras vidas hace 40 días cuando fue víctima de un horrendo acto de feminicidio. Fue rociada con gasolina y quemada viva en el interior del autobús que la regresaba del trabajo. Sobrevivió por 38 días en la unidad de cuidados intensivos de un hospital, pero su cuerpo no resistió más y murió este viernes. Ya olvidada por los medios, la noticia de su muerte nos la trajo de vuelta para darnos, a todos, la urgente dosis de realidad que necesitamos.

Habría que tener el corazón de piedra para no conmoverse por esta joven de 22 años que migró, como millones, a Lima a buscar mejores oportunidades. Conoció a su acosador en su empleo, -en un ambiente que debería ser seguro para cualquier mujer– y este la hostigó por meses, hasta que, ejerciendo un acto de dominio machista, la quemó viva. Marcar o matar. Destruir el cuerpo. Las dos posibilidades le sirven al maldito agresor de 37 años al que le esperan –quiero creer– 35 años de condena.

Pero, ¿es este un caso aislado? No, no lo es. He ahí el gravísimo problema. Este es uno de miles de casos en el Perú en donde desde siempre, la vida de una mujer vale menos y a veces, nada. Las periodistas mujeres peruanas lo hemos denunciado una y otra vez, cada día con más indignación y más rabia, pero esta pandemia no se detiene. Las cifras se amontonan sobre mi mesa como si fueran la autopsia de una sociedad arrasada. Más de 120 mujeres asesinadas el año pasado por sus acosadores o parejas. Este año no habrá cambio. La encuesta ENDES 2017 de INEI, publicada el viernes pasado, señala que 65% de las mujeres peruanas (¡2 de cada 3!) es abusada sexual, física o psicológicamente por un hombre que conocen o con el que viven.

Imaginen una epidemia que atacará a dos de cada tres hombres peruanos. Solo a ellos. Ahora, ¿imaginan lo que haría el Estado para evitar sus muertes? ¿Para detectar el virus o bacteria? ¿Para encontrar una cura o tratamiento? Haría hasta lo imposible, traería expertos del mundo entero, gastaría millones en prevención y curación. ¿Sí o no? Entonces, ¿por qué no puede hacer exactamente lo mismo por millones de mujeres que sufren en silencio? ¿Por qué no puede educar a estos agresores cuando son niños, en la escuela, antes de que socialicen que el maltrato a la mujer es “normal” y que su masculinidad se define por los actos de poder y posesión que ejerzan sobre ellas? Eso, señores cucufatos, es enfoque de género. Salvar la vida de todas las futuras Eyvi antes de que sus agresores crezcan, antes de que aprendan en sus hogares que el patriarcado es la norma.

Para usar la metáfora de la pandemia, el marco educativo es la prevención y el marco punitivo es la represión. Ambos son la medicina. Los maestros, el sistema de justicia y sus operadores, serían los médicos que deben luchar contra la enfermedad. El problema es que la medicina no alcanza y los médicos no tienen interés ni en prevenir, ni en curar.

¿Alcanza acaso que recién después de la muerte de Eyvi Ágreda el presidente Vizcarra anuncie una futura ley contra el acoso? No, no alcanza. Hoy el cuerpo de una mujer es un “territorio liberado” donde cualquier hombre posa sus manos, sea para obtener placer sexual, sea para marcarlo o destruirlo. Una mujer no está segura del acoso en ninguna parte. Ni siquiera en los lugares en los que debe estar: el transporte público, su centro educativo, su trabajo, su casa. Está obligada a restringirse a ciertos lugares y personas que le garanticen un mínimo de seguridad. Está forzada a crear redes de escape, de sobrevivencia para huir del agresor. A caminar por “zonas seguras” a “vestirse para no provocar”. ¿Saben los hombres lo que representan estas restricciones? Significa que las mujeres no somos libres. No, en igualdad de condiciones. Nos hacen creer que lo somos, pero nunca lo hemos sido plenamente.

Si tu marido te jala el pelo, te da una cachetada diaria o te mete una golpiza no puedes hacer nada, penalmente, contra él. Nada, salvo dejar constancia del maltrato ante un policía que probablemente bostece mientras derramas, otra vez, otras lágrimas inútiles. “Lesiones leves”, pase nomás. Vaya a casa y arrégleselas. Eyvi Ágreda fue acosada por meses. No podía hacer nada que no fuera cuidarse sola. ¿Es esto justo?

El problema de esta pandemia es que no solo marca y destruye el cuerpo. También marca y destruye la autoestima. Destruye el espíritu de libertad, socava el deseo de luchar. ¿Por qué? Porque la estructura patriarcal culpabiliza a la mujer. Frases como “¿qué habrás hecho pues?”, “tú lo has querido así”, acompañadas de un largo e insultante “no debiste” esto o aquello. 

El único cambio importante nos lo tendremos que ganar luchando. Solo no va a venir. Ya está visto. Las mujeres del Perú se están organizando y movilizando. Su fuerza está en la solidaridad que las une. Ellas lograrán la cura para que Eyvi no siga muriendo, una y otra vez, en cada titular en que la misma noticia se repite y se repite y se repite.

Escribe Rosa María Palacios en La República.
Fuente La República: https://larepublica.pe

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