¿Qué pasa por la cabeza –o las entrañas– de un policía para lanzar, prácticamente a quemarropa, una bomba lacrimógena contra el cuerpo de un manifestante que está quieto, en la vereda, de espaldas a él, y le impacta en la cabeza y lo mata, destrozándole el cráneo y volándole parte de la masa cerebral? Todos lo hemos visto muy claramente en diversas imágenes registradas en videos de seguridad de la avenida Abancay, cuadra 9. Los ciudadanos próximos a los agentes en ese lugar específico estaban tranquilos, desarmados, no representaban una amenaza, y no había allí ningún enfrentamiento. Inmediatamente después de disparar, los dos efectivos de la fuerza de seguridad (el matador y su colega), como si nada hubiera ocurrido, sin correr y sin sobresalto, se retiran tranquila e impunemente hacia su pelotón en medio del desconcierto y la consternación de los compañeros del malherido que se apresuran a prestarle auxilio.
Esas fueron las circunstancias de la muerte del ciudadano Víctor Santisteban Yacsavilca, hombre mayor, padre y abuelo, trabajador migrante en la Argentina desde hace muchos años, de regreso temporal a su patria, que en ejercicio de sus derechos salió a manifestar por sus opiniones y convicción. El policía que le dispara sin motivo, al margen de toda norma de humanidad, y de forma ilegal, ilegitima, arbitraria y no profesional, violó los principios, reglas, niveles y condiciones mínimas indispensables en el uso de armas contra personas que ganan la calle para protestar, empezando por el empleo diferenciado y progresivo de la fuerza, y por la distancia: la legislación vigente establece que no se puede lanzar cartuchos lacrimógenos a menos de 35 metros de distancia y nunca contra el cuerpo de los ciudadanos, menos contra gente que no actúa violentamente en la circunstancia concreta, ni representa un riesgo hacia la integridad o la vida de los funcionarios públicos encargados de hacer cumplir la ley y de terceros.
El gobierno y el alto mando de la policía observan ante el hecho escandaloso un oprobioso silencio. Peor todavía, con el apoyo de una importante parte de la prensa y la televisión, echan a correr la rueda de molino de que la víctima falleció de una pedrada lanzada por sus propios compañeros. Parece ya un estilo de relacionarse con la verdad de los hechos lo que el gobierno hace ante cada caso de muerte abusiva, por exceso doloso en el uso de la fuerza, por inhumanidad. Recordemos a la presidenta Dina Boluarte proclamar “de fuente extraoficial”, ante la prensa extranjera, que los 17 fallecidos de Puno fueron agredidos con “armas dumdum” contrabandeadas desde Bolivia y usadas por los propios manifestantes para producir muertos. Y lo dice a pesar de que las pericias forenses confirman que los ciudadanos que perdieron la vida presentan heridas de munición usada por la policía y las fuerzas armadas peruanas, y que varios recibieron disparos por la espalda, es decir cuando huían de la represión, no atacaban. Quien es capaz de lanzar una mentira tan grande sin que le tiemble la ceja, no puede gobernar un país democrático. Ni un minuto más.
Se están perdiendo aceleradamente los mínimos sentimientos y actitudes humanitarias que no deberíamos abandonar jamás, nunca, ni en las circunstancias más difíciles o ásperas. El estímulo al gatillo fácil, el bono al tiroteador, con todo el absoluto desprecio por la vida del otro que eso implica, se extiende en nuestra sociedad bajo la infame consigna de que “hay que meter bala”. Por supuesto, se trata de meter bala a los demás, a los que molestan, a los que se desprecia, terruquea y deshumaniza a propósito para facilitar la tarea de mandarlos a la tumba. Alternativa torpe, además, que solo puede traer más sangre y sufrimiento sin solucionar absolutamente ningún problema.
En esa actitud de indiferencia y desprecio por la vida de los demás está la inmensa mayoría del actual Congreso. A estas mierdas, qué les importan las muertes en las calles de nuestras ciudades y pueblos y carreteras y campos. Los muertos, hasta el 31 de enero, ya se acercan a 60 en poco más de un mes de protestas. Y ellos tan orondos, empeñados eso sí en hacer lo posible y lo imposible, torciendo la constitución y la ley si es necesario, e invisibilizando torpemente la explosiva realidad política del país, para quedarse aferrados y entornillados en sus curules hasta el año 2026. No les preocupa si es al costo de la vida de decenas y decenas de peruanos. Una curul manchada de sangre también es curul y buen negocio.
¿Y en el lado de las protestas?
No podemos olvidar el brutal asesinato del policía José Luis Soncco, perpetrado el 10 de enero, quemado por una turba que lo sorprendió aislado, patrullando una zona de Juliaca. Nuevamente: ¿qué tienen en la cabeza –y en el corazón– los que promovieron y azuzaron este acto criminal, repugnante y absolutamente inhumano? ¿Qué se necesita tener, o de qué hay que carecer, para linchar y matar hasta quemar y carbonizar a un ser humano? ¿Es que, a todo nivel social, estamos perdiendo los sentimientos más elementales de humanidad y queremos dirigirnos todos hacia un despeñadero de odio y violencia?
¿Qué sucede en los bloqueos de carreteras, muchos de ellos tan brutales e inflexibles que no temen causar muertes de otros ciudadanos? Diversas personas, incluidos varios niños, han perdido la vida porque no pudieron ser auxiliadas médicamente, porque no se permitió el acceso del personal de salud o porque, directa y perversamente, se impidió el paso de las ambulancias que las transportaban, y repito niños, que requerían atención médica de urgencia para sobrevivir. Uno de esos niños falleció en plena carretera por una infección intestinal que fácilmente pudo ser atendida y curada, si su ambulancia no hubiera sido obstaculizada por la fuerza en su intento de llegar a un hospital del Cusco.
¿Qué pasa con los ataques a los miembros de la policía, con palos, hondas y piedras? Una y otra vez, todos los días. La protesta es pacífica, debe y tiene que serlo, quien recurre a la violencia comete un delito y debe responder ante la justicia.
Tenemos todos que hacer un enorme esfuerzo porque estos actos y desbordes cada vez mayores de inhumanidad, que surgen en casi todos lados del espectro político, no pueden ni deben escalar, de lo contrario nos llevarán al precipicio de la violencia o a la paz de los cementerios. Es ahora cuando no debemos aceptar más que un peruano mate a otro peruano y menos por “razones políticas”. Y eso empieza por asumir la responsabilidad que a cada uno le toca: al gobierno, al congreso, a la policía, a los manifestantes, a los dirigentes sociales, a los intelectuales, a cada persona en su comunidad y barrio: no matar, no agredir, debe ser la consigna inflexible que todos debemos cumplir.
Por eso quiero subrayar el notable pronunciamiento de la Defensoría del Pueblo, que viene cumpliendo una función ejemplar en esta crisis: “En este escenario de notorias urgencias, la forma moralmente más repulsiva de actuar es dejar morir a la gente cuando se tiene en las manos la facultad política de pacificar y cambiar el rumbo trágico de estos días. El Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo pueden hacerlo. Cada día que pasa, la vida de alguien está en peligro, y la democracia –ese gran anhelo republicano– se va deshaciendo ante nuestros ojos”. Amén.
Artículo de opinión de Ronald Gamarra Herrera publicado en Hildebrandt en sus trece, el día viernes 03 de febrero de 2023.
Fuente: Hildebrandt en sus trece.
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