Alix nació en
Venezuela hace 11 años, pero lleva uno y medio viviendo en Perú. Su familia
emigró para subsistir. Ya no tienen problemas para comer, pero su casa a las
afueras de Lima no tiene agua corriente.
EL PAISAJE parece
pintado en blanco y negro. Solo que el blanco es el perla de la panza de burra
que cubre todo el cielo de Lima. El negro, el barro sobre el que se levantan
sus casas desnudas, de ladrillo visto. El resto de colores que visten sus
calles recorren de un extremo a otro bien la escala de grises, bien la de
marrones. De pronto, algunas pinceladas verdes. Otras azules. Y en una de sus
cuadras destaca un trazo rosa al que el polvo no deja lucir como se merece: la
casa en la que viven Alix, de 11 años, y su familia en un distrito al norte de
Lima. Llevan allí desde hace año y medio.
Este hogar tiene en
su interior paredes color pistacho con un pedazo en blanco por aquí y una
grieta por allá. En el dormitorio, un corazón grande a rotulador con el nombre
de Juliana escrito dentro y, cerca de la puerta, el móvil a bolígrafo del
técnico de telefonía. Su decoración es un calcetín navideño de tela, un globo
deshinchado del día de la madre, una bandera de Perú pintada con lápices de
colores y un espejo que muestra más rayones que reflejos. Bien cubierto todo de
polvo. Un único espacio en el que la mitad más cercana a la puerta hace de
recibidor, comedor y cocina. La otra mitad, salón y dormitorio. El resto se
encuentra a la intemperie. Incluido el baño, un agujero en el suelo del patio
cerca del cartel roto de una antigua cevichería.
En esta casa, el
despertador suena antes de las seis de la mañana. Suena para el padrastro de
Alix, que trabaja de albañil, y para su madre, enfermera en una residencia de
ancianos a dos horas en transporte público de su casa. Hace un turno de 24
horas, así que una de cada dos noches duerme en el centro. Antes de marcharse,
despierta a la mayor de sus dos hijas y, poco después, la alarma vuelve a sonar
a las seis en punto, esta vez para Alix, que ya está espabilada. Se viste
rápido, despierta a su hermana Juliana, de siete años, y le prepara pan con
mermelada y un café. Ella apenas desayuna. Si le da tiempo, bebe un vaso de
leche. Si no, sale de casa con el estómago vacío. Ya lo llenará cuando llegue al
colegio con un pan de yuca y queso y un bote de leche que reparten allí cada
mañana.
Alix destaca en su
aula. Es la segunda más alta. Su piel es la más blanca. Su pelo castaño, el más
claro. Como todos, viste un uniforme que se diría diseñado para mimetizar a los
alumnos con el paisaje del barrio. Como si para la chaqueta hubieran elegido el
color del rastro que deja el polvo sobre las lonas de los comercios. Para la
falda de cuadros, el tono de tierra que cubre calles y aceras. Y con las zonas
húmedas y más oscuras de ese limo parecen rematados los detalles. Marrón lleva
el uniforme, pero para todo lo que no es uniforme, de mochila a pendientes, ha
escogido el rosa. “Pero mi color favorito es el rojo porque está en la bandera
de Venezuela”.
Perú se ha convertido en el segundo país, después de Colombia, que más
refugiados venezolanos acoge. El 62% de ellos afirma sentirse discriminado
Alix nació y vivió
hasta 2018 en el país sumido bajo el régimen de Nicolás Maduro. Su familia tuvo
que emigrar para subsistir. Apenas les llegaba para comer, así que la madre de
Alix emprendió sola camino a Perú. Tanteó el terreno, buscó casa, encontró trabajo.
Seis meses después, viajó su marido con las niñas. “Nos empujó a irnos la
situación económica. Entre lo que ganábamos mi esposo y yo no nos alcanzaba
para comprar lo básico. El sueldo mínimo allá son 80.000 soberanos y un kilo de
arroz cuesta 50.000. Las niñas veían lo que estaba pasando. Sabían que si
almorzaban no tendrían para cenar. Y si cenábamos hoy, no sabíamos qué íbamos a
desayunar mañana. Había carencia, pero ellas siempre comían, aunque fuera un
plato de pasta. A lo mejor de cena hacíamos panquecas (tortitas), pero como
teníamos poca harina salían solo dos. Una era para Alix y otra para Juliana”.
Las dos hermanas siempre llenaban el estómago, aunque no se quedaran
satisfechas. En su nueva vida en Perú han renunciado a muchas comodidades, pero
al menos no pasan hambre.
Alix y Juliana son
las dos únicas venezolanas en un colegio de 1.300 niños, un dato que no refleja
la realidad. En Perú residen 728.000 ciudadanos de esta nacionalidad, según
cifras de 2019 de la Superintendencia Nacional de Migraciones. Se ha convertido
en el segundo país, después de Colombia, que más venezolanos acoge. El 62% de
ellos afirma sentirse discriminado, según el último informe de la Agencia de la
ONU para los Refugiados (Acnur). Alix no convive con ese rechazo, pero su madre
sí lo ha sufrido. “La gente te ataca. Acá no, pero cuando sales hacia Lima te
ofenden, te insultan. El otro día una señora me lanzó un botellón de agua y me
gritó que me fuera a mi país”.
Para muchos niños
el viaje supone sacrificar su educación, ya que más de la mitad no pueden
inscribirse o concluir el año escolar. Y los que se escolarizan, sienten la
presión de un sistema educativo más exigente. “En Venezuela el colegio era
fácil. Acá me chocó porque ya están enseñando matemáticas”. Lo cuenta Alix
sentada en una de las dos camas que tienen en casa. Las juntan y ahí duermen los
cuatro. Como apenas tienen sillas, el colchón hace las veces de asiento. A su
lado, su madre escucha y apunta que en su país no imparten esta asignatura
hasta secundaria. Recuerdan que, al matricularse, Alix realizó una prueba de
nivel. Por su edad, le correspondía entrar en 5º de primaria, pero sus
conocimientos se quedaban en 4º. “De todas formas me dejaron entrar en 5º. El
primer día fue el más nervioso de mi vida. Como mis compañeros son más morenos,
me miraban la piel y a cada rato decían: ‘¡Ah! ¡Si está cruda!’. Me llamaban
blancona, gringa. Todos venían a preguntarme, era fastidioso”. Con el tiempo, a
sus compañeros les quedó la curiosidad satisfecha. Alix logró hacer amigos y
equiparar sus conocimientos a los del resto de la clase.
De la escuela sale
a las 12.45. Los días que su madre trabaja, se encarga de recogerlas la vecina
de enfrente. A veces ella las invita a comer, si no, le toca a Alix cocinar. Su
especialidad son los espaguetis con salsa de tomate, mayonesa y queso. Siempre
que haya en la despensa tomate, mayonesa y queso. Y las niñas se sientan a la
mesa, una superficie de madera estrecha colocada frente a la ventana.
Encajonada entre la encimera, la mesa y el horno, come Alix. De rodillas sobre
una silla de plástico blanco, Juliana le cuenta a su hermana que un compañero
de clase le hace de rabiar. Las niñas pasan solas la mayoría de las tardes.
Juegan. Duermen. Hacen los deberes. Ven la tele. A Alix le gusta pasar tiempo
en su rincón favorito de la casa: una rampa de madera podrida a la que se sube
para mirar por encima del muro del patio y contemplar desde ahí la vida del
barrio. Los días que está su madre, aprovecha para conectarse a Facebook desde
su teléfono. “Hablo con mis amigos de allá. No son muchos porque aún no los he
encontrado. Les hablo de mí, de Perú. Ellos me explican cómo van allá, la
situación… Lo que pasa en mi país es que el presidente no gobierna bien y no
sabe manejar. Eso afecta al país y al pueblo”.
Cuando llega su
padrastro, los cuatro cenan y ven la tele tumbados en la cama. A ella le gustan
las películas de miedo y a veces se queda hasta tarde viendo alguna. Cuando se
le caen los párpados, sueña. Imagina que regresa a Venezuela. Y allí se
reencuentra con su familia y sus amigos. Suele ser un sueño feliz, dice. Pero,
a veces, se convierte de pronto en una pesadilla.
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